La caída de la Casa Aesir

Parecía querer lanzar fuego por la boca mientras sus patas surcaban la llanura cortando el aire a su paso. 

Montado en él, luchando por no mirar atrás, Var, último heredero de su linaje, se agarraba fuerte a las riendas que le alejaban de una muerte segura.

De poco importaban ya su sueños de grandeza. Aquellos bocetos dibujados en la arena sobre los que imaginó en su día construir un mundo mejor hoy no eran más que borrones. Todo había terminado. 

Con su más que segura muerte, la Casa de los Aesir acabaría por desaparecer, y serían los doce Senescales los encargados de regir el Imperio.

Mientras su caballo ponía todo su empeño en alejarlo de su destino, Var pensaba con nostalgia en todo lo que esa huida dejaba atrás. La codicia humana, que todo lo corrompía, había llenado las cabezas de sus fieles consejeros y había traído con ella la destrucción del legado de generaciones de hombres.

El silbido de una flecha lo despertó del trance cuando esta pasó cerca de su mejilla. Ya habían llegado. La Guardia Idun, aquellos que en otro tiempo le habían jurado proteger con sus propias vidas, se lanzaban como depredadores a la caza de su última presa. 

El segundo arquero ya no falló. 

La flecha surcó el cielo azul de aquella mañana despejada de verano, y se clavó en el cuello del último emperador de Teselia.

Y allí, cuando sus fuerzas comenzaron a abandonarle, cuando el cielo  comenzó a oscurecerse y los problemas del mundo dejaron ya de tener sentido, Var posó sus ojos en el horizonte una última vez y se despidió de ella para siempre. 

 

Luces de noche

Bailan las letras de una historia sin acabar. De una historia mil veces repetida. Mis ojos se posan más allá de la ventana, cuando la noche cerrada parece querer susurrarme cuentos para dormir.

Las luces miran a escondidas a esas personas que pasean, ensimismadas, por una calle cualquiera de una ciudad sin nombre. Sonrisas efímeras, como cometas, que pintan cuadros fugaces de mundos inalcanzables.

Me gustaría saber volar para alcanzar el alféizar de tu ventana y sonreírte tras el cristal.

Me imagino allí, a las puertas de tu pecho, esperando paciente a que me dejes pasar.

Mis dedos dibujándote estrellas en un océano plagado de atardeceres, señalándote las constelaciones que miles de años atrás, marcaron el destino de la humanidad, mientras mis labios juegan a ser poetas olvidados hablando de amor.

Y entonces volver a descubrirte en tus abrazos. Volver a sentirte en tus besos. Comprenderte en tus caídas, en las heridas de tu alma.

Tal vez nunca hablemos. Tal vez, las palabras vuelen demasiado lejos, lleguen demasiado tarde. Y las luces de la noche, haga ya tiempo que se apagaron.

Pero te pienso, hoy, con la sonrisa sincera que aguarda los momentos que te quedan por vivir, y siento que con eso, me basta.

Vacío

Jugueteaba con la arena entre sus dedos, mientras sentado, sentía como esa brisa de mar intentaba susurrarle palabras que no podía entender. Caía la tarde y el ocaso le sorprendió con la mirada puesta en un horizonte ajeno a sus vaivenes, alejado de sus sinsabores.

Aquella tarde de junio se había querido regalar un momento para él y había terminado cayendo en la cuenta de que ya solo quedaba una versión desfigurada de sí mismo. Rota por los incesantes tropiezos, por las dudas, por la incertidumbre.

El tiempo había ido desangrando su espíritu luchador hasta convertirlo en un remanso de paz ficticia. De gritos ahogados entre recuerdos desdibujados.

Hoy se sentía vacío. Una cáscara que no guardaba ya nada de valor en su interior. Tal vez, reflexionaba agarrándose a los últimos rayos de sol, se había dado por vencido.

Tal vez nunca había sido algo que hubiera estado en su mano.

Y en realidad, ese destino caprichoso que había querido tumbar sus ansias de echar a volar, llevaba ya años escrito sobre la antigua piedra en un remoto lugar desconocido.

O quizá no.

Quizá esto solo fuera una parada más en el camino, un momento donde coger de nuevo aire y llenar esa vasija vacía de nuevas esperanzas, de nuevos sueños por cumplir.

La noche se cerraba sobre el inmenso mar y la brisa había dejado de contarle historias en su lengua secreta.

Allí, sentado, permaneció solo por un instante más, tambaleándose en la delgada cornisa que da paso al oscuro abismo de la desesperanza.

Hasta que sus lágrimas brillaron con la luz de la luna.

Hasta que sus pies decidieron que no era el momento.

Y comenzó a caminar de nuevo.

El rincón de los caminos olvidados

En el rincón de los caminos olvidados uno encuentra todas las historias a las que nadie les pudo escribir el final.

Historias que enraizaron en los corazones de las personas y trataron de crecer aferrándose a los huecos que el pasar del tiempo les dejaba, pero que el destino, cruel en sus caprichos, decidió dejar incompletas, secando sus ramas.

En el rincón de los caminos olvidados languidecen con el lento transcurrir de una vida en las sombras. Como hojas de un arce en otoño, caen lentamente sobre un lecho de susurros.

Junto a ellas, se desvanecen en el oscuro océano de los quizás los miles de universos posibles que ya nunca serán.

En el rincón de los caminos olvidados suena la melodía de un piano que sabe a melancolía. Las flores se marchitan con el rocío de los recuerdos. Las novelas sin terminar observan un reloj que ya no marca las horas, con la única compañía de las miles de motas de polvo que cubren sus cubiertas. Y los sueños que se quedaron en sueños, respiran suspiros con olor a olvido.

Y así, una sensación de eterna calma se apodera de todos los objetos que habitan en ese rincón. Mientras ellos esperan, pacientes, a que algún día alguien vuelva y termine de contarles al oído el final de la historia, a que unos pasos transiten de nuevo sus caminos para llevarlos a algún sitio, los engranajes de un mundo que ya no les recuerda, siguen girando.