De comienzos y finales

Entre nervioso y asustado vagaba con la mirada perdida hacia un horizonte envenenado. ¿Eran acaso esos los signos de un precipitado final o de un comienzo eterno? Habían pasado demasiados años desde la primera vez. Tantos que sumergidos en la ciénaga del olvido sus recuerdos ya no se dignaban a regresar al regazo de su memoria.

Pero, se preguntaba, y si esta vez fuera la de verdad.

Había sido un fogonazo, tan parecido a los demás pero distinto a la vez. Una décima de segundo, una infinitesimal lágrima del eterno océano del tiempo. Y en ese suspiro de la historia del universo, un relato lleno de colores se había tejido entre las hebras de su futuro.

Tal vez si, tal vez fuera ella.

Bajo la mirada del Gran Cielo Azul él volvía a respirar después de una muerte en vida. Y así, montado sobre las alas de un pegaso de juguete volaba por los rincones de sus sueños, reencontrándose con el niño que una vez en la lejanía quiso llegar a las estrellas.

Soledad, fiel compañera, había llegado el momento de decirte adiós. Corre, le susurraba Valor, corre y no mires atrás. Y corrió, tan rápido que ni el viento fue capaz de seguir su estela.

Una carrera para terminar sucumbiendo en el fuego abrasador de las pasiones humanas, de los anhelos de los hombres que nunca se conformaron con ser sólo hombres. Giros del destino. Primaveras con sabores a otoño e inviernos que llegaron para enfriar su corazón.

Sus dedos recorriéndole la espalda, dibujándole caminos imposibles. Y como teclas de un piano, sonando todas al unísono en una armonía que le hacía temblar.

Un nuevo día despuntaba en ese horizonte envenenado que le había hecho ver sombras en una noche sin estrellas. Pero algo fallaba, era un olor, primero sutil pero poco a poco ganando todo el espacio. El olor del café recién hecho. Y entonces, en medio de la nada, su sonrisa.

Al final resultó que, después de todo, se trataba de un comienzo eterno.