La felicidad de los valientes

Durante un instante eterno, rodeados en aquella bóveda de pilares intemporales, testigos mudos del pasar de las eras del hombre, mi tiempo se paró.

En ese momento todo cobró un sentido tremendamente simple: los pasos hacia atrás, los fracasos, los tropiezos. El volver a levantarse a pesar de todo. La esperanza. La soledad.

Durante esos segundos me perdí por siempre en las profundidades de tus ojos para navegar entre barcos hacia mil destinos distintos. La vida por fin se mostraba en su expresión más sencilla: el viaje, la aventura, lo que estaba por venir, era nuestro destino.

Quise girarme y gritarle al mundo que por fin lo había comprendido, que siempre había estado ahí, frente a mi, en el brillo que ahora reflejaba mi mirada.

Y sentí miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo a perderte por siempre y no volver a encontrarte en los siglos por venir. Miedo a que todo fuera un espejismo más en aquel desierto de ilusiones vacías.

Quise decírtelo, susurrarte al oído mis miedos para que me reconfortases. Pero de mi boca no salieron palabras. Para aquel entonces mis labios ya eran tuyos, y en la comunión de todos los tiempos, cerrando ese ciclo que jamás tuvo principio y del que desconoceremos por siempre su final, me dijiste sin decir, que fuera valiente, que el riesgo merecía la pena y que, al final, sólo aquellos que tienen el valor de enfrentarse a su destino, alcanzan la verdadera felicidad.

Mil princesas

Un buen día decidí soñar despierto.

Me sumergí en las profundidades de mis deseos y conocí a mil princesas.

Recuerdo a la primera, con su sonrisa inocente. Con su mirada extraviada, buscando en los ojos de los demás unos que le tranquilizasen con susurros de tiempos por venir. A ella la terminé llamando sinceridad porque quiso ser transparente y abrió su corazón sin pedir nada a cambio.

Seguí caminando entre mis sueños y me topé con la segunda. Seria, siempre preocupada, siempre pensando en el día de mañana. Quise cortarle las correas que le impedían echar a volar pero se negó. La llamé responsabilidad y paseamos de la mano durante unos instantes que me hicieron crecer como nunca.

La tercera fue belleza. Parecía venir de un mundo distinto al mío. Cada centímetro de su piel irradiaba de tal forma que terminó cegándome. Era una princesa que quería ser reina sin comprender la terrible maldición que había caído sobre ella cuando los dioses decidieron hacerla tan bella. Nunca encontraría alguien que la amase por lo que su pecho encerraba, condenada así a caminar de puntillas por la superficie del lago de la felicidad.

Viene a mi memoria la cuarta, confianza. Nunca me sentí tan a gusto como cuando me dejó descansar en su regazo. Me contó historias al oído de reinos ya olvidados, de ideales que crecieron en los corazones de los hombres y que jamás se marchitarían. Me dejó ver la verdad de la vida por unos instantes mientras me cogía la mano y me sonreía, diciéndome con la mirada que todo iría bien.

Tiempo más tarde conocí a la más arrebatadora de todas. Fue ella la que me dijo su nombre y me derritió por dentro. Pasión me pidió que la llamara y en cada sílaba que sus labios pronunciaron quise poseerla y que fuera sólo para mi. Acarició mi alma con sus manos e hizo que mi cuerpo vagara por el paraíso, aliviándome de la pesada carga de la vida y sus responsabilidades, mientras la veía bailar una danza milenaria en la que terminamos siendo uno.

También recuerdo a la última de estas mil princesas. Relajada sobre la arena de una playa que se abría a un océano sin límites, me pidió que me sentara a su lado a compartir la vista. Y el tiempo pasó. Horas, días, años. Ella no dejaba de contarme maravillas y yo no dejaba de aprender. Y cuanto más aprendía más la amaba. Al despedirnos le pedí que me dijera al menos como se llamaba: «Llámame inteligencia».

Al tiempo volví a abrir los ojos incapaz de saber si había pasado una eternidad o un leve suspiro. Tal vez sucedieron ambas cosas y fue en medio de mis sueños, en un instante infinito, donde encontré las respuestas a mis preguntas, donde comprendí que no eran mil sino una, la princesa de mi cuento de hadas.

Miradas eternas

La suave brisa de aquella tarde de otoño hacia que tu pelo bailara mil danzas distintas reflejando los últimos rayos de un sol que se resistía a marcharse. Allí, con la mirada perdida en un horizonte bañado de todos los rojos posibles, me hubiera gustado sumergirme en tus pensamientos para acariciarlos y susurrarles palabras de esperanza.

Pero permanecí callado, empapándome de la imagen, saboreando cada segundo de ese momento infinito.

Si a la vida la definen las historias grabadas en nuestra memoria, ese instante en el que te giraste y me miraste bien vale haberla vivido.

En tus ojos sentí perderme, abandonado de los hilos del destino mundano, volando a través de montañas imposibles. Salté a un vacío sin fin y encontré las respuestas a preguntas que nunca me había hecho. Fue allí, en medio de ese azul eterno donde te comprendí. En el reflejo de tu mirada pude ver destellos apagados hace ya mucho tiempo. Enterrados bajo miles de nuevas historias, allí reconocí tus primeros pasos, llenos de inocencia y dudas.

Durante ese momento sin principio ni final todo dejó de importar. En esos segundos infinitos la vida dejo de soportar la pesada carga de los fracasos, de los errores, de las incertidumbres. Solo éramos tú y yo y un nuevo tiempo por comenzar.

Pero el instante se desvaneció, tú volviste a mirar hacia el interminable horizonte y yo volví a ser yo, incapaz de retenerte por más tiempo.

Han pasado ya muchos años desde aquello, años en los que decidimos caminar por sendas distintas.

Hoy me siento como lo hiciste tú aquella tarde de otoño frente al mismo horizonte. Frente al mismo sol que, impasible, no entiende de personas que lo observan, no le preocupan sus pensamientos ni sus anhelos. Miles estuvieron ya aquí, miles lo estarán. Hoy soy yo el que navega por el océano de sus recuerdos intentando encontrar las migas de pan que le indiquen cuál es el camino correcto.

Y sobrevolando mis recuerdos, como un círculo perfecto, giro y poso mi mirada sobre dos nuevos y profundos agujeros hacia el infinito. Una nueva imagen para el recuerdo. Otro instante sin fin. Otro momento efímero.

Así, hasta el final de los tiempos.

De comienzos y finales

Entre nervioso y asustado vagaba con la mirada perdida hacia un horizonte envenenado. ¿Eran acaso esos los signos de un precipitado final o de un comienzo eterno? Habían pasado demasiados años desde la primera vez. Tantos que sumergidos en la ciénaga del olvido sus recuerdos ya no se dignaban a regresar al regazo de su memoria.

Pero, se preguntaba, y si esta vez fuera la de verdad.

Había sido un fogonazo, tan parecido a los demás pero distinto a la vez. Una décima de segundo, una infinitesimal lágrima del eterno océano del tiempo. Y en ese suspiro de la historia del universo, un relato lleno de colores se había tejido entre las hebras de su futuro.

Tal vez si, tal vez fuera ella.

Bajo la mirada del Gran Cielo Azul él volvía a respirar después de una muerte en vida. Y así, montado sobre las alas de un pegaso de juguete volaba por los rincones de sus sueños, reencontrándose con el niño que una vez en la lejanía quiso llegar a las estrellas.

Soledad, fiel compañera, había llegado el momento de decirte adiós. Corre, le susurraba Valor, corre y no mires atrás. Y corrió, tan rápido que ni el viento fue capaz de seguir su estela.

Una carrera para terminar sucumbiendo en el fuego abrasador de las pasiones humanas, de los anhelos de los hombres que nunca se conformaron con ser sólo hombres. Giros del destino. Primaveras con sabores a otoño e inviernos que llegaron para enfriar su corazón.

Sus dedos recorriéndole la espalda, dibujándole caminos imposibles. Y como teclas de un piano, sonando todas al unísono en una armonía que le hacía temblar.

Un nuevo día despuntaba en ese horizonte envenenado que le había hecho ver sombras en una noche sin estrellas. Pero algo fallaba, era un olor, primero sutil pero poco a poco ganando todo el espacio. El olor del café recién hecho. Y entonces, en medio de la nada, su sonrisa.

Al final resultó que, después de todo, se trataba de un comienzo eterno.

Dices que me extrañas

Dices que me extrañas pero no te veo, no te siento.
Dices que el tiempo se alarga en mi ausencia pero en la distancia solo hay ecos de un silencio impuesto.
Quisiera entenderte, quisiera ver por tus ojos y comprender el cristal que distorsiona mi realidad.
A veces miro a través de la ventana como esperando a que aparezcas. A veces me engaño intuyéndote en un ruido en el pasillo, en un crujido que me despierta de mi sueño.

Hoy, enterrado entre las sábanas, oigo cómo el viento se cuela a través de los rincones de esta casa que un día no era mía sino nuestra. Un día en el que quisimos comernos el mundo pero no fuimos lo suficientemente valientes.

Dices que me extrañas, pero no te veo, ni siquiera en las fotos te recuerdo. Suenas como una canción casi olvidada de la que sólo eres capaz de entonar un par de acordes y recitar las últimas palabras del estribillo.

Y en esas ando, sumido en reflexiones a ninguna parte y en miradas perdidas en espejos de otra época.
Intentando superar la tristeza con rutina, con días iguales que empiezan y terminan en el mismo sitio. Vivo sin vivir como esperando a que algún día todo cambie sin cambiar nada. Empujando la pesada carga de los recuerdos allá donde vaya, luchando con la armadura de la razón contra los olores, los sonidos, los sabores, contra todo aquello que es tú sin serlo.

Hace frío, es diciembre y los rayos de sol ya no calientan. Es un frío sin emociones, un frío gris. Ahora casi todo es gris. Donde hace tiempo todo era de un color intenso ahora solo quedan los claroscuros de una mirada apagada. Tu mirada. Aquella por la que perdí la razón, por la que por primera y única vez en mi vida comprendí que hay cosas que ni los mayores logros científicos serán capaces de explicar.

Dices que me extrañas, pero no te veo porque ya no estás. ¿Acaso lo estuviste alguna vez o eres sólo producto de mi imaginación?
Me resisto a olvidarte, cariño. Me niego a dejar que nuestros momentos se deshagan en el tiempo como el papel marchito de un códice milenario. No puedo permitir que cada sonrisa que te arranqué y que clamé al cielo como una victoria del amor ahora se diluya entre las lágrimas de una historia rota.

Pero ya no sé qué más puedo hacer. Lo intenté todo y nada funcionó. Quise remar a contracorriente sin saber nadar y no fui lo suficientemente fuerte para aguantar el oleaje. Y ahora me estoy ahogando en la desesperación, sumido en el eterno abrazo con el tiempo, esperando paciente a que llegue el momento de partir.

Dices que me extrañas, pero no te veo. Sólo veo el horizonte, con un majestuoso sol poniéndose y bañando de naranjas aquellos páramos donde un día corrimos hasta morir de felicidad. Ahora ya no queda nada más que soledad. La incansable compañera que camina a mi lado en este lento pasear por la vida desde tu marcha.

Y con cada paso me alejo más de ti, de nosotros, dirigiéndome sin rumbo hacia lo que el destino tenga preparado para mi.

La Guerra de los Reyes

Sir Gallahan había perdido toda esperanza. Con los flancos vencidos el ejército del Pretendiente no tardaría en entrar al corazón de su formación y con ello la victoria se alejaría para siempre.

Después de más de tres años de intensas luchas el final de esta larga y cruenta guerra estaba cada vez más próximo.

Como en toda guerra, las causas eran distintas según a qué bando le preguntases. Los leales defensores del Emperador Artharion II argumentaban que éste era el legítimo heredero al trono, descendiente directo de los senescales de Ithril, primogénito de Arthas IV y portador de la sangre de los Primeros Moradores.

Sin embargo, y sobre esto fundamentaba su reclamación el Pretendiente, algo extraño había sucedido en los últimos años. Arthas IV, famoso por su valor y fortaleza, había sufrido un rápido declive que le había hecho pasar de montar a caballo todas las mañanas a no levantarse de la cama en meses para terminar exalando su último suspiro en menos de un año. Además, Artharion había sido enviado con tres años a la Fortaleza Ambar para que los Sacerdotes Dorados le instruyeran en el uso de las armas y en el conocimiento y su vuelta a reclamar el trono de Ithril no había estado exenta de sombras.

Corrían rumores de que el verdadero Artharion había fallecido en una de las expediciones a la Torre de Marfil, en el límite de los territorios del reino y que el que hoy se sentaba en el trono del imperio era un impostor. Un hombre de paja puesto por los Sacerdotes Dorados para hacerse con el control del imperio.

Y así, tras la muerte y posterior coronación de Artharion el conflicto estalló. Conocida bajo el nombre de la Guerra de los dos Reyes, la situación se había ido complicando a medida que más nobles habían ido decidiendo a qué bando apoyar hasta convertirse en una guerra civil en todo el vasto Imperio Ithriliano.

Comenzó a lloviznar en el momento en el que el estandarte de Lord Bardok Númer caía al barro: el flanco izquierdo había sido destruído. A Sir Gallahan Brazodehierro no le quedaba más que ordenar la retirada y tratar de mantener la formación todo el tiempo que le fuera posible. La esperanza, aquella tenue luz que siempre brilla en los corazones humanos, le llevó a creer que alguno de los caballeros leales al emperador acudiría en su ayuda.

Sir Gallahan desconocía que el imperio hacía ya tiempo que había caído en las manos equivocadas. El rumor no era rumor sino triste verdad, aunque no del todo. Cierto era que el que se hacía llamar Artharion II no era sino un vil farsante, carente de sangre noble y al servicio de los designios del Sumo Sacerdote. Sin embargo, no lo era tanto que el verdadero Artharion hubiera caído.

Dado por muerto por los sacerdotes tras su caída por la ladera de Gal Eren, Artharion Oshfork había sobrevivido y se encontraba retenido tras los muros de la Torre de Marfil observando impotente lo que sucedía en las tierras mas allá del Ruhr. Quienes lo retenían, los magos blancos, lo hacían por un motivo que él desconocía pero que estaba a punto de serle revelado.

La Ciudad del Este

Rodeada de imponentes montañas aparecía de la nada, en medio de la Gran Llanura, la Ciudad del Este.

Grandes murallas franqueaban el paso a quien quisiera adentrarse en ella. Construida cuatrocientos años atrás por los Primeros Moradores, descendientes directos del linaje de los Dioses Had, la Ciudad del Este se había convertido en una importante urbe dado su estratégico emplazamiento. Con conexiones directas con el Paso del Norte que comunicaba la Península de Dohos con el resto del continente, la Ciudad del Este era considerada como una de las zonas económicas y sociales más importantes del reino de Aledonia. Su puerto era uno de los más importantes de todo el Mar de Plata  ya que permitía atracar a los grande navíos procedentes de oriente, más allá de las Torres de Athlan, cargados de exóticos alimentos que se vendían a precios astronómicos entre las casas pudientes de la ciudad y del reino.

Aledonia se había convertido en reino hacía escasos 200 años tras la unión de las tres grandes casas nobiliarias de la región: los Hadar, considerados por muchos como la continuación en la línea sucesoria de la extinta casa Hadriel, los Nordar, procedentes de las sombrías tierras del noret que llegaron antes de que la Gran Epidemia hiciera del norte una tierra inhóspita y los Valdar, que se reconocían así mismos el derecho de ser los verdaderos herederos de las tierras del este de Aledonia.

En la actualidad, Aledonia era gobernada por el rey Meres II el Justo, bajo cuyo mandato se había alcanzado el esplendor económico y artístico del reino. Sus dos hijos, Hithril y Erath, habían fallecido años atrás en la guerra contra el vecino reino de Umbría. Tal era la pena del rey Meres que muchos le habían comenzado a llamar Meres el Triste. Sin embargo, lo más relevante para el devenir del reino no era la profunda tristeza que asolaba a su rey sino que por primera vez en doscientos años de existencia, Aledonia se encontraba sin descendencia directa en la sucesión al trono.

El rey Meres se había recluido en sus cámaras y rara vez se le veía en público mientras que eran los lores de las grandes casas los que gobernaban el reino haciendo uso de su influencia en cada zona. La Ciudad del Este se mantenía bajo el dominio de Lord Phillip Valdar, cuyo control se extendía hacia el norte por las Tierras de los Castillos hasta la frontera con Umbría y hacia el sur a lo largo de la ribera del río Eures hasta su desembocadura en el Mar de Plata.

Lord Phillip era considerado como uno de los señores más poderosos de toda Aledonia y contaba con el mayor ejército de toda la península. Tras la guerra con Umbría, el rey había dado su visto bueno para que sus señores dispusieran de regimientos armados propios con la excusa de disponer de herramientas para defender el reino en caso de emergencia. No obstante la realidad era conocida por muchos, si Aledonia no cayó en manos de los norteños fue porque los grandes señores acudieron al rescate del rey y ésta era su forma de cobrarse el servicio prestado.

En la mente de Lord Phillip estaba convertirse en el primer Valdar coronado rey de toda la península unificada bajo un único reino. Creía que sólo así los habitantes de Dohos podrían hacerle frente a los grandes desafíos que el Óraculo del Sur había predicho que estaban cerca de suceder.

La princesa perdida

Eleanor IV, octava en la línea sucesoria de Hesperia y vicegobernadora del Área 15 se dirigía a sus súbditos a través de los medios de comunicación estatales.

– Ciudadanos de Argópolis, hoy es un día de especial relevancia para nuestro reino. Hoy Hesperia resurgirá de las cenizas del olvido y ocupará su lugar en la historia de la humanidad.

Un murmullo de curiosidad recorrió las calles y los hogares de la gran capital. Era la primera vez en años que alguien de la casa real se dirigía directamente a los habitantes de un área metropolitana como aquella.

Subyugados al poder de un reino como el de Hesperia, el Área 15, antiguamente conocido como Argos, había ido perdiendo autonomía hasta convertir a sus habitantes en ciudadanos de segunda.

– El Senado Imperial ha llegado a un acuerdo con Su Majestad el Rey Ícaro III para que Hesperia pase a formar parte del Imperio Galático en calidad de estado invitado.

El murmullo se convirtió en miradas de incredulidad entre muchos. Un acuerdo con el Senado Imperial era inconcebible. Durante años no sólo Hesperia sino muchos de los reinos de Erdes habían intentado evitar por todos los medios a su alcance ser anexionados por el Imperio Galático. Sabían que la pérdida de independencia acabaría eliminando sus singularidades y serían una colonia más de un gigante macroestado gestionado desde Gorgon, una ciudad desconocida a años luz de distancia de Erdes.

– Hoy es un día glorioso para todos nosotros. La casa Hadriel llevará el nombre de Hesperia a lo más alto. Salve Rey Ícaro, gloria eterna para Hesperia.

Tras esto, la bandera del reino, un enorme caballo alado con la cruz de San Jorge en fondo azul, ondeó por todo lo alto mientras el himno nacional sonaba.

– Ha estado grandiosa majestad – dijo acercándose con una enorme sonrisa Lord Erwyn Hadriel, primo de Eleanor y archiduque de Argóplis – El pueblo os adora.

Eleanor no estaba tan segura. Tras la caída de Argos, el rey Dédalo II había decidido movilizar a parte de la familia real a esa zona asignándoles puestos de gobernación. El objetivo era doble: por un lado asegurar la lealtad de las regiones recién conquistadas, por otro, transmitir la falsa sensación de autonomía a esas regiones.

«Dejadles creer que todavía controlan su destino y nosotros controlaremos sus almas» le había dicho en una de sus visitas el anciano Dédalo a su querida nieta Eleanor. Ella había entendido perfectamente su misión y representaba el papel todo lo bien que podía. Pero en su interior se sentía extranjera en un país de extraños.

– Tal vez haya muchos que no entiendan esta decisión – contestó aparentemente preocupada Eleanor.
– Dicen que las decisiones del rey son muchas veces inescrutables – argumentó Lord Erwyn
– Esperemos que esta vez haya acertado con la que ha tomado, mucho me temo que nos acechan tiempos oscuros en los que deberemos andar con cuidado, milord.

Eleanor se despidió de Lord Erwyn y se dirigió a su habitación. Seguía intentando encontrar una explicación lógica ante la estrategia aparentemente suicida del rey Ícaro. La casa Hadriel había vendido su alma y, por ende, su reino al diablo. A uno tremendamente poderoso.

Lo que todavía desconocía Eleanor IV, octava en la línea sucesoria de Hesperia y vicegobernadora del Área 15 era la importancia que iba a cobrar su papel en el destino de su reino, y en el de la humanidad al completo.

Suzanne I

Eran más de las tres de la mañana y todavía quedaban cosas por terminar.

Se decía que la capital la República nunca dormía pero por muchos avances tecnológicos que la humanidad hubiera alcanzado, todavía seguían necesitando descansar.
Situada en el centro de la península de Látika, Gorgon era sin lugar a dudas una ciudad del futuro.

Suzanne desconectó la interfaz de usuario al tiempo que comprobaba si quedaba café en su taza. Ni una gota. El holoreloj marcaba las tres y cuarto y ya no quedaba casi nadie en el despacho. Habían recomendado al presidente de la República descansar tras el durísimo día al que había tenido que enfrentarse.

Forzado por las circunstancias, Garlan IV, presidente electo de la República, había dimitido de su cargo poniendo a disposición del Senado los poderes ejecutivo y legislativo. Pese a que el comunicado oficial leído por el propio Garlan centraba las razones entorno a una pérdida de confianza de la ciudadanía en las instituciones y en la necesidad de un cambio de liderazgo, la realidad era mucho más cruel: grupos de presión afines a determinadas corporaciones habían terminando forzando su salida.

El Senado se había convertido, de facto, en el instrumento más poderoso de toda la galaxia.

Suzanne se había encargado de redactar el discurso de dimisión del ya expresidente y había pasado el resto del día analizando la documentación y preparando la agenda de los próximos días. Con la caída del presidente el gabinete de gobierno sería el siguiente en ser eliminado de la ecuación y eso, por desgracia, la incluía a ella. Había ascendido rápidamente en los últimos cuatro años hasta alcanzar el puesto de asesora presidencial. Resultaba algo digno de elogio en una sociedad en la que la meritocracia había sido uno de sus grandes objetivos y, al final, uno de sus mayores fracasos. Así, obtener ese nivel de responsabilidad por sus propios méritos convertía a Suzanne en toda una heroína para su época.

Sin embargo, a tenor de los últimos acontecimientos, su actual situación estaba muy cerca de cambiar, a peor.

Cerró la puerta del despacho tras de sí y se dirigió al ascensor cuando su terminal de comunicación integrado sonó.

  • ¿Qué haces llamándome a estas horas? – respondió Suzanne sin dejar a su interlocutor articular una sola palabra.- No es buen momento.
  • Suzanne es importante. Es el presidente. – El tono de Emily denotaba una mezca de preocupación y ansiedad.
  • ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?
  • Se lo han llevado al hospital.

Tras una breve charla Suzanne salió corriendo del Edificio Norte del Ministerio de Gobernación y se subió en su vehículo. Le indicó en pocos segundos la dirección de destino. Tras unos minutos de viaje, el bimotor se detuvo. Una luz roja le indicaba que se encontraban en los límites del Sector 1 de Gorgon y que, debido a las restricciones de su nivel de seguridad, no podría continuar.

Suzanne no podía creerse lo que estaba a punto de hacer. Iba a violar más de una ley federal y se convertiría en una proscrita. En tan sólo una hora todo su mundo había cambiado por completo. Una hora en la que había pasado de despedirse de un resignado presidente que acababa de dimitir a descubrir que había sido asesinado.

El viaje de Harold I

Harold salió de la zona de seguridad del Complejo Aureus II cuando el cielo todavía mantenía un intenso color violeta debido a las corrientes de viento del mar de Dromun. No se habían convertido en verdaderas Tormentas del Desierto de momento, pero los análisis de los drones satélite indicaban que la probabilidad de que eso ocurriera era alta.

Los pasos de Harold se detuvieron frente al segundo hemisferio del sector. A partir de ahí, lo sabía, estaría solo. Las comunicaciones se mantenían dentro del hemisferio gracias a un potente sistema energético que dependía del núcleo de fisión. Pero a pesar de los avances tecnológicos, no todo el planeta había podido ser terraformado. Existían grandes extensiones de terreno donde ningún ser humano había estado y sólo los sistema de reconocimiento aéreo se habían atrevido a internarse por aquellos inhóspitos parajes.

Era necesario, se repetía. Después de la caída de la República, el poderoso Senado de la Confederación había optado por la salida menos dialogada declarando el estado de prealerta bélico y movilizando las tropas hacia los sectores todavía fieles al extinto gobierno de la República. No quedaba esperanza, esto Harold lo tenía claro. Pero aún sin esperanza muchos humanos perecerían defendiendo unos ideales. Ideales por los que la humanidad en su totalidad había pasado siglos luchando, rebelándose contra los poderes de las élites gobernantes y arañando en cada zarpazo más y más derechos universales.

La esclusa se terminó de desconectar, el aire en Prius era prácticamente idéntico en composición al de la Tierra. Con el ciclo de dos soles cada 38 horas, la temperatura se mantenía en una cómoda oscilación entre los 19ºC y los 35ºC. Harold no temía a la características del planeta. Había sido entrenado en la Tierra bajo condiciones mucho peores y sabría desenvolverse. Lo que aterrorizaba a Harold era lo que vendría al llegar a su destino. Enfrentarse a la última batalla por la libertad de los seres humanos.

Nadie salvo él y unos cuantos elegidos más conocían la terrible verdad. Su último análisis lo había confirmado. Durante los últimos días Harold había rezado a todos los dioses que conocía porque hubiera un error de cálculo, porque sus datos tuvieran un fallo en la hipótesis y la realidad fuera una distinta. Cuánto habría disfrutado de una buena cerveza fría junto al Doctor Emmerit riéndose de su ocurrencia de haberse constatado que su teoría era falsa. Desgraciadamente los últimos datos habían no sólo corroborado sus mayores temores sino que les habían dado un cariz todavía mucho más dramático: la humanidad no sólo estaba siendo gobernada por una inteligencia artificial con un capacidad casi inconmensurable sino que lo había estado siendo durante los últimos doscientos años.

Y ahora, irremediablemente, está fría y analítica inteligencia, alejada de toda emoción humana, había decidido tras un concienzudo análisis matemático que debía prescindir de más del 80% de los seres humanos para mantener su viabilidad por encima de los márgenes tolerables.

Harold se disponía a intentar evitarlo.

A luchar contra un gigante. Como un David moderno contra un Goliath de hierro.