Mundos pequeños

Perdida entre los recuerdos, una imagen brotó en su memoria esa mañana de primavera.

El viento se colaba por la ventanilla a medio abrir del coche. Era un viento frío pero agradable, un viento que anunciaba la llegada de los atardaceres con sabor a noche.
Su mirada vagaba sin rumbo entre las rendijas de los edificios mientras el sol se abría paso entre ellos. Una mirada que se mostraba a un mundo todavía por descubrir, por crear, por construir. Una mirada hacia la incerteza de lo desconocido. A veces inocente, a veces desafiante.

En los claroscuros de esa vida que comenzaba, él se resistió a romper el momento casi mágico con una frase intrascendente. Se regaló esos instantes silenciosos con ella, observándola desde la distancia. Tenían un mundo pequeño, de los que no aparecen en los mapas. Sus ciudades eran, en realidad, miradas cargadas de palabras. Sus cordilleras, las carcajadas que llenaban los silencios de una alegría con ganas de sobrevivir a todo. La fuerza y la pasión de sus mares, de sus ríos desbordantes, emergía en cada instante de intimidad compartida.

En ese mundo construido desde los cimientos del incomprensible destino, ellos dos entendían la vida como una suma, como un camino compartido. Como estar viajando a lomos de un tren con rumbo al infinito. El billete de un vuelo sin retorno en el bolsillo de su camisa y su mirada vagando, esta vez recorriendo la línea de un horizonte por alcanzar.

Pero nada sobrevive eternamente. La vida recuperó su frenético movimiento, ese momento mágico pasó. La rutina los confundió con los problemas más mundanos, más humanos. Pero de vez en cuando, como aquella mañana, ellos dos, sin decirse nada, volvían a ese pequeño mundo a medio construir, a pasear por alguno de sus rincones olvidados. Y entonces recordaban esas mañanas de primavera, donde el viento frío anunciaba la llegada de los largos atardeceres. Donde dos almas cualesquiera caminaban juntas por un rato, compartiendo el incierto camino por descubrir.