Nubes de papel

El frío de una mañana cualquiera se colaba entre los huecos de esa ventana entreabierta, haciendo bailar las cortinas con la suave calma de las cosas que nunca tendrán prisa.

El sol comenzaba a alumbrar hasta los rincones más oscuros de la habitación, como queriendo desnudarla por completo, convirtiendo ese instante de contemplación en un momento casi mágico.

Ecos de recuerdos que se mezclaban con el sonido de la melodía eterna del presente. El aquí y el ahora luchando por permanecer por siempre, anhelando ser al mismo tiempo pasado y futuro.

Construimos nuestra vida de esos legajos, de esas frases escritas sobre un viento cambiante, donde los siempres nunca son eternos y los nuncas siempre terminan siendo por un rato. Quisimos volar a cielo abierto y tocar con los dedos nuestros sueños. Y sobre nubes de papel, nosotros, confiados de nuestra suerte, creímos ser dueños de nuestro destino.

Un destino que nos dio a elegir, frente al gran abismo de un porvenir desconocido, entre la calma de una cotidianidad anodina y una lucha sin cuartel entre dos mundos, entre dos miradas, entre dos formas de saltar al vacío de la vida.

Elegimos ser nosotros. Tú y yo.

 

Venciendo fantasmas

No es el paso del tiempo,
el que nos lleva a crecer,
son sus golpes.

Y cada vez
que nos levantamos del suelo,
vencemos al miedo.

Últimamente despierto siempre con el peso de mis fantasmas asediandome. Y, en cada paso, me acompañan recordándome cruelmente mis fracasos.

Lucho contra ellos, créeme. Lo intento con todas mis fuerzas.

Pero son ya demasiados años soportando la pesada carga de sus miradas reprobatorias, de sus susurros en la noche, de las semillas de sus dudas.

Todo es un poquito más triste en cada paso. Como en un ocaso de otoño, la ciudad se va marchitando. Miro mi reflejo en la orilla de un río que ya no me recuerda. Un reflejo distorsionado, una vaga ilusión de lo que quise ser y no pude.

Un suave manto de niebla se posa sobre las calles en ese atardecer, donde los olores a paso del tiempo se mezclan con el amargo sabor de los sueños truncados.

Suena de fondo una acordeón que parece murmurar palabras melancólicas. Recuerdos adornados por el lento discurrir del tiempo. Cadáveres maquillados que no pueden ocultar sus miradas perdidas, sus sonrisas vacías, sus corazones secos de vida.

Y yo me alejo de todo y de todos, como queriendo huir hacia ninguna parte. Como intentando, en un último grito desesperado, encontrar la respuesta a todas las preguntas que alguna vez necesité responder.

Contracorriente

En las mareas grises de un mundo anodino, es la rutina el único barco que surca las profundas aguas del día a día.

Reflejos especulares de caras iguales, de sonrisas fingidas, de instantes clonados que pretenden ser únicos. Miradas a ninguna parte, mensajes volátiles diluidos entre millones de letras con sentido pero sin emoción.

Quedan todavía héroes que se preguntan si ha llegado el momento de remontar la corriente en busca de finales distintos. Héroes anónimos que, lejos del ruido con olor a vida enlatada, han descubierto que la felicidad no la venden caras bonitas.

Y en los silencios entre millones de conversaciones sin fecha de caducidad, allá donde reside un pequeño paraíso oculto, muchos anhelan alcanzar objetivos que nunca se escribieron en muros digitales.

Tal vez para muchos es ya tarde. Tal vez para todos.

Pero mientras, algunos valientes nadan a contracorriente, alejándose de ese bucle infinito en el que el ego engorda mientras la mente se adormece.

Buscando la misma esencia del alma para sumergirse en sus misteriosas aguas, muy profundamente, muy lejos de esa superficie engalanada pero vacía.

Quizá allí, en la tempestuosidad más absoluta del ser, confluyendo las emociones como miles de mares embravecidos, uno pueda encontrar la calma verdadera a sus deseos de libertad.

El rincón de los caminos olvidados

En el rincón de los caminos olvidados uno encuentra todas las historias a las que nadie les pudo escribir el final.

Historias que enraizaron en los corazones de las personas y trataron de crecer aferrándose a los huecos que el pasar del tiempo les dejaba, pero que el destino, cruel en sus caprichos, decidió dejar incompletas, secando sus ramas.

En el rincón de los caminos olvidados languidecen con el lento transcurrir de una vida en las sombras. Como hojas de un arce en otoño, caen lentamente sobre un lecho de susurros.

Junto a ellas, se desvanecen en el oscuro océano de los quizás los miles de universos posibles que ya nunca serán.

En el rincón de los caminos olvidados suena la melodía de un piano que sabe a melancolía. Las flores se marchitan con el rocío de los recuerdos. Las novelas sin terminar observan un reloj que ya no marca las horas, con la única compañía de las miles de motas de polvo que cubren sus cubiertas. Y los sueños que se quedaron en sueños, respiran suspiros con olor a olvido.

Y así, una sensación de eterna calma se apodera de todos los objetos que habitan en ese rincón. Mientras ellos esperan, pacientes, a que algún día alguien vuelva y termine de contarles al oído el final de la historia, a que unos pasos transiten de nuevo sus caminos para llevarlos a algún sitio, los engranajes de un mundo que ya no les recuerda, siguen girando.

 

No te miraba a los ojos

El sol terminaba de acariciarte las mejillas aquella mañana cualquiera, en esa vida que ya no se regía por el tiempo.

Me acerqué y me fundí contigo en un abrazo eterno, como queriéndote decir que siempre sería así, nuestra historia. Más allá de los devenires que trajera la Providencia, sería nuestra: tuya y mía.

Recuerdo aquellos momentos ahora, mirando la ténue línea que separa el pasado del futuro, cuando el peso del primero hace ya años que superó a las expectativas del segundo.

Navegando entre las memorias vienen a mi las imágenes de aquel primer mes, donde este cuento comenzó a escribir sus primeras palabras. Y esbozo una sonrisa cargada de historias mil veces contadas cuando recuerdo que me decías que no te miraba a los ojos.

No te miraba a los ojos porque en su anhelante profundidad me perdía. En tu mirada encontré cobijo a mis temores, a mis deseos. Era una mirada fuerte, llena de un caracter forjado con las idas y venidas de una vida a veces cruel. Una mirada cargada de ilusión. Fue tu mirada la que me habló de futuros, de miedos, de destino y de amor. Una mirada por la que perdí el miedo a apostarlo todo y perder.

No te miraba a los ojos porque, tras las máscaras, tras el juego de luces, todavía yacía el pequeño yo, aquel que titubeaba ante cualquier giro extraño de la vida. Un ser que se sentia insignificante, débil, incapaz de creer en nada ni en nadie. Lo tomaste de la mano y le susurraste miles de cuentos que alimentaron su alma. Gracias a ti creció, y creció tanto que un buen día dejó de tener miedo.

No te miraba a los ojos porque mis ojos miraban más allá, hacia las miles de nuevas historias que quería vivir contigo, hacia todo aquello que el destino nos tuviera preparado. Miraban hacia cielos estrellados una noche de verano, plagados de sonrisas y de sueños de conquistar el mundo. Miraban hacia pequeñas sonrisas, pequeñas miradas, pequeños pasos de futuros todavía por descubrir.

No te miraba a los ojos porque no hacía falta.

Porque en cada gesto.
En cada abrazo.
En cada beso.

Tenías la respuesta.

La felicidad de los valientes

Durante un instante eterno, rodeados en aquella bóveda de pilares intemporales, testigos mudos del pasar de las eras del hombre, mi tiempo se paró.

En ese momento todo cobró un sentido tremendamente simple: los pasos hacia atrás, los fracasos, los tropiezos. El volver a levantarse a pesar de todo. La esperanza. La soledad.

Durante esos segundos me perdí por siempre en las profundidades de tus ojos para navegar entre barcos hacia mil destinos distintos. La vida por fin se mostraba en su expresión más sencilla: el viaje, la aventura, lo que estaba por venir, era nuestro destino.

Quise girarme y gritarle al mundo que por fin lo había comprendido, que siempre había estado ahí, frente a mi, en el brillo que ahora reflejaba mi mirada.

Y sentí miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo a perderte por siempre y no volver a encontrarte en los siglos por venir. Miedo a que todo fuera un espejismo más en aquel desierto de ilusiones vacías.

Quise decírtelo, susurrarte al oído mis miedos para que me reconfortases. Pero de mi boca no salieron palabras. Para aquel entonces mis labios ya eran tuyos, y en la comunión de todos los tiempos, cerrando ese ciclo que jamás tuvo principio y del que desconoceremos por siempre su final, me dijiste sin decir, que fuera valiente, que el riesgo merecía la pena y que, al final, sólo aquellos que tienen el valor de enfrentarse a su destino, alcanzan la verdadera felicidad.

Mil princesas

Un buen día decidí soñar despierto.

Me sumergí en las profundidades de mis deseos y conocí a mil princesas.

Recuerdo a la primera, con su sonrisa inocente. Con su mirada extraviada, buscando en los ojos de los demás unos que le tranquilizasen con susurros de tiempos por venir. A ella la terminé llamando sinceridad porque quiso ser transparente y abrió su corazón sin pedir nada a cambio.

Seguí caminando entre mis sueños y me topé con la segunda. Seria, siempre preocupada, siempre pensando en el día de mañana. Quise cortarle las correas que le impedían echar a volar pero se negó. La llamé responsabilidad y paseamos de la mano durante unos instantes que me hicieron crecer como nunca.

La tercera fue belleza. Parecía venir de un mundo distinto al mío. Cada centímetro de su piel irradiaba de tal forma que terminó cegándome. Era una princesa que quería ser reina sin comprender la terrible maldición que había caído sobre ella cuando los dioses decidieron hacerla tan bella. Nunca encontraría alguien que la amase por lo que su pecho encerraba, condenada así a caminar de puntillas por la superficie del lago de la felicidad.

Viene a mi memoria la cuarta, confianza. Nunca me sentí tan a gusto como cuando me dejó descansar en su regazo. Me contó historias al oído de reinos ya olvidados, de ideales que crecieron en los corazones de los hombres y que jamás se marchitarían. Me dejó ver la verdad de la vida por unos instantes mientras me cogía la mano y me sonreía, diciéndome con la mirada que todo iría bien.

Tiempo más tarde conocí a la más arrebatadora de todas. Fue ella la que me dijo su nombre y me derritió por dentro. Pasión me pidió que la llamara y en cada sílaba que sus labios pronunciaron quise poseerla y que fuera sólo para mi. Acarició mi alma con sus manos e hizo que mi cuerpo vagara por el paraíso, aliviándome de la pesada carga de la vida y sus responsabilidades, mientras la veía bailar una danza milenaria en la que terminamos siendo uno.

También recuerdo a la última de estas mil princesas. Relajada sobre la arena de una playa que se abría a un océano sin límites, me pidió que me sentara a su lado a compartir la vista. Y el tiempo pasó. Horas, días, años. Ella no dejaba de contarme maravillas y yo no dejaba de aprender. Y cuanto más aprendía más la amaba. Al despedirnos le pedí que me dijera al menos como se llamaba: «Llámame inteligencia».

Al tiempo volví a abrir los ojos incapaz de saber si había pasado una eternidad o un leve suspiro. Tal vez sucedieron ambas cosas y fue en medio de mis sueños, en un instante infinito, donde encontré las respuestas a mis preguntas, donde comprendí que no eran mil sino una, la princesa de mi cuento de hadas.

Miradas eternas

La suave brisa de aquella tarde de otoño hacia que tu pelo bailara mil danzas distintas reflejando los últimos rayos de un sol que se resistía a marcharse. Allí, con la mirada perdida en un horizonte bañado de todos los rojos posibles, me hubiera gustado sumergirme en tus pensamientos para acariciarlos y susurrarles palabras de esperanza.

Pero permanecí callado, empapándome de la imagen, saboreando cada segundo de ese momento infinito.

Si a la vida la definen las historias grabadas en nuestra memoria, ese instante en el que te giraste y me miraste bien vale haberla vivido.

En tus ojos sentí perderme, abandonado de los hilos del destino mundano, volando a través de montañas imposibles. Salté a un vacío sin fin y encontré las respuestas a preguntas que nunca me había hecho. Fue allí, en medio de ese azul eterno donde te comprendí. En el reflejo de tu mirada pude ver destellos apagados hace ya mucho tiempo. Enterrados bajo miles de nuevas historias, allí reconocí tus primeros pasos, llenos de inocencia y dudas.

Durante ese momento sin principio ni final todo dejó de importar. En esos segundos infinitos la vida dejo de soportar la pesada carga de los fracasos, de los errores, de las incertidumbres. Solo éramos tú y yo y un nuevo tiempo por comenzar.

Pero el instante se desvaneció, tú volviste a mirar hacia el interminable horizonte y yo volví a ser yo, incapaz de retenerte por más tiempo.

Han pasado ya muchos años desde aquello, años en los que decidimos caminar por sendas distintas.

Hoy me siento como lo hiciste tú aquella tarde de otoño frente al mismo horizonte. Frente al mismo sol que, impasible, no entiende de personas que lo observan, no le preocupan sus pensamientos ni sus anhelos. Miles estuvieron ya aquí, miles lo estarán. Hoy soy yo el que navega por el océano de sus recuerdos intentando encontrar las migas de pan que le indiquen cuál es el camino correcto.

Y sobrevolando mis recuerdos, como un círculo perfecto, giro y poso mi mirada sobre dos nuevos y profundos agujeros hacia el infinito. Una nueva imagen para el recuerdo. Otro instante sin fin. Otro momento efímero.

Así, hasta el final de los tiempos.

De comienzos y finales

Entre nervioso y asustado vagaba con la mirada perdida hacia un horizonte envenenado. ¿Eran acaso esos los signos de un precipitado final o de un comienzo eterno? Habían pasado demasiados años desde la primera vez. Tantos que sumergidos en la ciénaga del olvido sus recuerdos ya no se dignaban a regresar al regazo de su memoria.

Pero, se preguntaba, y si esta vez fuera la de verdad.

Había sido un fogonazo, tan parecido a los demás pero distinto a la vez. Una décima de segundo, una infinitesimal lágrima del eterno océano del tiempo. Y en ese suspiro de la historia del universo, un relato lleno de colores se había tejido entre las hebras de su futuro.

Tal vez si, tal vez fuera ella.

Bajo la mirada del Gran Cielo Azul él volvía a respirar después de una muerte en vida. Y así, montado sobre las alas de un pegaso de juguete volaba por los rincones de sus sueños, reencontrándose con el niño que una vez en la lejanía quiso llegar a las estrellas.

Soledad, fiel compañera, había llegado el momento de decirte adiós. Corre, le susurraba Valor, corre y no mires atrás. Y corrió, tan rápido que ni el viento fue capaz de seguir su estela.

Una carrera para terminar sucumbiendo en el fuego abrasador de las pasiones humanas, de los anhelos de los hombres que nunca se conformaron con ser sólo hombres. Giros del destino. Primaveras con sabores a otoño e inviernos que llegaron para enfriar su corazón.

Sus dedos recorriéndole la espalda, dibujándole caminos imposibles. Y como teclas de un piano, sonando todas al unísono en una armonía que le hacía temblar.

Un nuevo día despuntaba en ese horizonte envenenado que le había hecho ver sombras en una noche sin estrellas. Pero algo fallaba, era un olor, primero sutil pero poco a poco ganando todo el espacio. El olor del café recién hecho. Y entonces, en medio de la nada, su sonrisa.

Al final resultó que, después de todo, se trataba de un comienzo eterno.

Dices que me extrañas

Dices que me extrañas pero no te veo, no te siento.
Dices que el tiempo se alarga en mi ausencia pero en la distancia solo hay ecos de un silencio impuesto.
Quisiera entenderte, quisiera ver por tus ojos y comprender el cristal que distorsiona mi realidad.
A veces miro a través de la ventana como esperando a que aparezcas. A veces me engaño intuyéndote en un ruido en el pasillo, en un crujido que me despierta de mi sueño.

Hoy, enterrado entre las sábanas, oigo cómo el viento se cuela a través de los rincones de esta casa que un día no era mía sino nuestra. Un día en el que quisimos comernos el mundo pero no fuimos lo suficientemente valientes.

Dices que me extrañas, pero no te veo, ni siquiera en las fotos te recuerdo. Suenas como una canción casi olvidada de la que sólo eres capaz de entonar un par de acordes y recitar las últimas palabras del estribillo.

Y en esas ando, sumido en reflexiones a ninguna parte y en miradas perdidas en espejos de otra época.
Intentando superar la tristeza con rutina, con días iguales que empiezan y terminan en el mismo sitio. Vivo sin vivir como esperando a que algún día todo cambie sin cambiar nada. Empujando la pesada carga de los recuerdos allá donde vaya, luchando con la armadura de la razón contra los olores, los sonidos, los sabores, contra todo aquello que es tú sin serlo.

Hace frío, es diciembre y los rayos de sol ya no calientan. Es un frío sin emociones, un frío gris. Ahora casi todo es gris. Donde hace tiempo todo era de un color intenso ahora solo quedan los claroscuros de una mirada apagada. Tu mirada. Aquella por la que perdí la razón, por la que por primera y única vez en mi vida comprendí que hay cosas que ni los mayores logros científicos serán capaces de explicar.

Dices que me extrañas, pero no te veo porque ya no estás. ¿Acaso lo estuviste alguna vez o eres sólo producto de mi imaginación?
Me resisto a olvidarte, cariño. Me niego a dejar que nuestros momentos se deshagan en el tiempo como el papel marchito de un códice milenario. No puedo permitir que cada sonrisa que te arranqué y que clamé al cielo como una victoria del amor ahora se diluya entre las lágrimas de una historia rota.

Pero ya no sé qué más puedo hacer. Lo intenté todo y nada funcionó. Quise remar a contracorriente sin saber nadar y no fui lo suficientemente fuerte para aguantar el oleaje. Y ahora me estoy ahogando en la desesperación, sumido en el eterno abrazo con el tiempo, esperando paciente a que llegue el momento de partir.

Dices que me extrañas, pero no te veo. Sólo veo el horizonte, con un majestuoso sol poniéndose y bañando de naranjas aquellos páramos donde un día corrimos hasta morir de felicidad. Ahora ya no queda nada más que soledad. La incansable compañera que camina a mi lado en este lento pasear por la vida desde tu marcha.

Y con cada paso me alejo más de ti, de nosotros, dirigiéndome sin rumbo hacia lo que el destino tenga preparado para mi.