Atardeceres

Si algo está trayendo consigo esta cuarentena es que nos está obligando a enfrentarnos, con crudeza, sin ambages, frente a frente, con la versión más fría de nuestra propia existencia.

Yo noto como cada día que pasa, cada día que despojo de una capa de barniz a esta personalidad desconocida, me voy haciendo más y más pequeño.

He pasado, en un abrir y cerrar de ojos, de querer conquistar los cielos a luchar por no caer rendido ante el peso de la propia vida.

Encerrarse consigo mismo entre cuatro paredes hace que todo lo que pasa más allá de ellas pierda importancia, como si se tratara de otro tiempo, de otra vida.

Y sucede algo curioso: la mente empieza a jugar con los recuerdos, decidiendo en cada momento la receta de emociones que vamos a tener de menú durante el día.

Ahora los atardeceres llegan a deshora, como sin saber muy bien si es el momento idóneo para aparecer.

Noche y día se mezclan, sin reconocerse, sin entenderse, para obligarse a tachar un día más en esta extraña cuenta atrás a ninguna parte.

Lo peor de esperar la nada, lo peor de la incertidumbre de incluso cuánto durará la espera, es la desazón de saber que mañana, en la caída del sol, en las últimas horas de un nuevo día, tendremos que enfrentarnos de nuevo al gigante con pies de barro en quien nos hemos convertido.

Y que volveremos a perder.

Mis cosas favoritas

Las mañanas de capuchino y tortitas, cuando los desayunos se convierten en un acontecimiento importante y se les guarda el respeto que siempre se merecieron.

La sonrisa de tu padre los sábados a medio día, una mezcla deliciosa de felicidad y melancolía que te recuerda al labriego que después de toda una vida de esfuerzos, se sienta plácidamente en el zaguán de su casa y disfruta del lento discurrir del tiempo.

Las copas de vino que te tomas a solas, regalándote ese momento que te hace sentir en la cima de la humanidad.

Suena casi hasta poético. Años y años de evolución, de variaciones genéticas aleatorias que nos adaptaban mejor al medio, para terminar regocijándote frente al epíteto de la sociedad moderna: la soledad.

Notar como pierdes la noción del tiempo entre las palabras de un libro. Sentir como te desdibujas para ir encontrando pedazos de ti en frases de novelas de caballería, de viajes en el espacio, en relatos de otros tiempos, de otras vidas.

Pasear entre el sonido de zorzales camino de lo que siempre será el huerto de tu abuelo. Dejando que la naturaleza se cuele a empujones por todos los pliegues de tu cuerpo. Sentir que no importa lo que pase, que ahí tendrás tu lugar en el mundo.

Esas tardes donde los naranjas se cuelan en el comedor y bañan de filtros propios de Instagram la estampa de Luna disfrutando de una de sus innumerables siestas. O cuando la noche nos descubre compartiendo sueños en el sofá.

Soy un hombre de gustos sencillos, de pequeñas cosas favoritas.

En esto le tengo que agradecer mucho a la vida, que me ha hecho aprender, de un modo u otro, a saborearlos todos.

Desde la dulce carcajada de mi madre cuando conseguimos hacerle reír, hasta lo amargo de las despedidas de tiempos que entiendes que ya no volverán.

Y entre todos ellos, tengo uno predilecto, uno de esos secretos placeres que siempre acuden prestos a arrancar sonrisas en los días apagados, que aparecen para llenarte el pecho de aire y empujarte de nuevo al tren de la vida.

Adoro soñarte despierto.

Playa de arena negra

El oleaje rompía contra las rocas de la playa lanzando al aire miles de gotas de agua de mar. Ella me hablaba de la silueta de una monja y de saltos al vacío. De personas que se despedían de una vida que no querían. Yo no podía dejar de mirarle los ojos.

Esos dos ojos eran un pozo donde no se llegaba a ver el fondo. Parecían esconder la historia de decenas de vidas, de cientos de instantes, inquietos, inseguros, pero cargados de ganas de comerse el mundo a mordiscos.

Esos dos ojos hablaban por sí mismos. Uno no puede evitar perderse en unos ojos así. Lo digo en serio. Te llevan de la mano y te sumergen, empapan tu mundo, te cambian. Tratas de navegar a contracorriente, pero es inútil, te arrastran a lo más profundo e insondable del alma humana.

Así que me perdí, una y otra vez. Me dejé llevar por el vaivén de las olas rompiendo contra la costa. Por el arrullo de los pájaros que paraban por un rato en su camino hacia el hogar. Por la música de sus palabras al contar historias de su isla.

Y entonces desperté de nuevo en esa playa de arena negra.

Hay momentos como aquel, donde todo deja de ser por un rato y solo importa el azabache de unos ojos hablando de ganas de vivir la vida.  

Luces de noche

Bailan las letras de una historia sin acabar. De una historia mil veces repetida. Mis ojos se posan más allá de la ventana, cuando la noche cerrada parece querer susurrarme cuentos para dormir.

Las luces miran a escondidas a esas personas que pasean, ensimismadas, por una calle cualquiera de una ciudad sin nombre. Sonrisas efímeras, como cometas, que pintan cuadros fugaces de mundos inalcanzables.

Me gustaría saber volar para alcanzar el alféizar de tu ventana y sonreírte tras el cristal.

Me imagino allí, a las puertas de tu pecho, esperando paciente a que me dejes pasar.

Mis dedos dibujándote estrellas en un océano plagado de atardeceres, señalándote las constelaciones que miles de años atrás, marcaron el destino de la humanidad, mientras mis labios juegan a ser poetas olvidados hablando de amor.

Y entonces volver a descubrirte en tus abrazos. Volver a sentirte en tus besos. Comprenderte en tus caídas, en las heridas de tu alma.

Tal vez nunca hablemos. Tal vez, las palabras vuelen demasiado lejos, lleguen demasiado tarde. Y las luces de la noche, haga ya tiempo que se apagaron.

Pero te pienso, hoy, con la sonrisa sincera que aguarda los momentos que te quedan por vivir, y siento que con eso, me basta.

Cristales

Solo oigo las pisadas que dejo atrás.

Miro rostros que no entiendo y los olvido a su paso. Cruzo miradas profundas que hablan idiomas que desconozco.

Dejo mis huellas en la arena pero el mar se las lleva consigo en cada ola. El horizonte, impasible, parece observar en silencio mi carrera a ninguna parte.

Tal vez me di cuenta demasiado tarde de que la vida no estaba hecha para caminos tan dispares, para montañas tan altas, para saltos al vacío.

Danzo sobre los cristales de un mundo que ya no siento mío, marcando un ritmo que me hace perder el equilibrio y caer. Una y otra vez.

Y en cada caída no hago otra cosa que recordar todos los fracasos, todos los finales tristes de novelas que parecían querer llegar a tocar el sol.

Palabras. Todas rotas. Queriendo decir algo sin decir nada.

Quizá baste con parar, sentarse y, mientras el agua acaricia mis pies descalzos, disfrutar de la última de las puestas de sol.

Despierta

Despierta despacio y déjame que, mientras caes en la cuenta de que son mis brazos quienes te rodean, te cuente un cuento.

Te prometo que tendrá un final feliz. De esos que te hacen albergar esperanzas por un futuro mejor, por un mañana diferente.

No te hablaré de héroes de cartón-piedra que, llenos de fantasmas del pasado, sólo son capaces de fingir por un rato. Aquellos a los que su careta sólo les aguanta el tiempo suficiente para volverse a casa a seguir luchando con sus recuerdos.

Tampoco habrá princesas en la lenta espera de príncipes que las salven. Se acabaron las doncellas ingenuas que parecían sombras sin llama.

Habrá puestas de sol infinitas en océanos de aquí y ahora. Con los barcos de promesas incumplidas alejándose en el horizonte.

Habrá noches estrelladas con películas en blanco y negro y copas de vino con sabor a conversación hasta las tantas.

Viajes a destinos impensables, donde caminar por sendas que traen vientos de cambio.

En la mochila del viaje sólo se guardarán los recuerdos que sirvan para mirar hacia adelante. Que en los tropiezos sostengan a los protagonistas y en los éxitos les recuerden que, por muy alta que sea la montaña conquistada, nunca hay que dejar de saber dónde está el suelo.

Y así, un buen día, ellos mismos encuentren los cuentos que están por ser contados, al despertar una mañana cualquiera de verano.

Respuestas

Dejamos que el tiempo pasase, y lo perdimos buscando imposibles.

Nos alejamos del sendero y, así, terminamos encontrando caminos a ninguna parte.

No entendimos, quizá, que nada había que buscar. Que lejos de destinos escritos en piedra, la vida la moldean nuestras propias manos, nuestras propias decisiones.

Me vienen a la memoria los ancianos de aquel rincón escondido, contándome en su lento caminar, que nunca se llega demasiado tarde. Ellos, que pasean con la calma de quien ha visto ya todo en la vida, disfrutan de la espera, de la pausa, de la quietud, pintando de significado los momentos.

Tal vez en ese tiempo que aparenta estar vacío, aprovechan para dejar de buscar respuestas en lugares remotos y deciden navegar en las tempestuosas aguas de sí mismos, aun con miedo, aun con incertidumbre.

En medio de esa tormenta, donde el pasado dejó de ser una carga y el futuro dejó de importar, encuentran la paz. Encuentran el sosiego suficiente para abandonar las correas que los amarran a una realidad desfigurada.

Olvidan los fantasmas que les impedían concilar el sueño. Se olvidan de todo por un rato. El suficiente para caer en la cuenta de que nunca hubo respuestas, nunca necesitaron buscarlas, porque nunca fueron necesarias las preguntas.

Sombras

Juegos de sombras entre sonrisas en atardaceres sin memoria.

Recuerdos que se diluyen en el pasar del tiempo, vagando entre las páginas amarillas de aquel libro que narraba cuentos para niños.

Palabras que ya perdieron su significado.

Miradas desfiguradas por el oleaje de una vida ya vivida. Dibujos sin acabar.

Los fantasmas siguen ahí, agazapados en la noche, cuando al caer el sol, esas sombras ya no hablan de sonrisas sino de dolor. Y las estrellas observan mudas e impotentes la caída de los héroes.

Nunca hubo tiempo para la gloria. La cima no fue más que una ilusión desdibujada, una novela sin principio ni final.

El amanecer de un nuevo día solo trae con él mundos grises. Envases vacíos a los que, solo la inercia por alcanzar islas de cartón, les mueve las velas para seguir surcando el océano de la rutina.

Poco importan ya los guiños del destino. Las derrotas o los triunfos más mundanos. Nada significan los versos escritos en lo efímero de sus besos.

El futuro dejó de contar al oído historias de valientes princesas y reinos dorados, de caballeros de brillante armadura y malvados derrotados.

En el descenso a la oscuridad del olvido, ya nadie se acuerda  de las miradas que hiceron temblar el alma de los mortales, ya nadie recuerda haber estado alguna vez vivo.

Frágiles

Hoy caminaba medio absorto en el supermercado. Andaba pensando en mis historias, en las recientes y en las pasadas, mientras arrastraba sin ganas un carro a medio llenar.
De pronto apareció de la nada la Señora Jimena. Una de esas mujeres mayores que huelen a pan recién hecho, que son todo energía y vitalidad. El encuentro, que no fue más allá de las frases educadas de rigor, las sonrisas y algún «que guapo te veo», me hizo pensar, de repente, en lo que uno necesita, en los momentos difíciles, una palabra cariñosa, un gesto amable.

Son como un bálsamo para las heridas más profundas. Esas heridas que cicatrizan solo con el lento pasar del tiempo. Tal vez, divagué, más por acostumbrarnos a su presencia, a su dolor, que porque realmente sanen.

Reflexioné sobre la fragilidad de las cosas. De nosotros. De cómo nos tambaleamos en el fracaso, en las dudas, en el miedo. Nuestras vidas son pequeñas obras maestras de cristal: tan maravillosas como quebradizas, y un mínimo paso en falso puede originar la grieta que termine por rompernos. Pero en esa extrema fragilidad uno puede ver también resistencia. Puede ver capacidad de cambio, fuerza, ímpetu por vivir. Tal vez no seamos tan débiles. Quizá nos rompamos con la intención de reconstruirnos.

Reanudé mi marcha. Ahí estaba, entre la amalgama de colores de verduras y frutas, debatiendo en mi interior grandes dilemas filosóficos y existenciales. Las cosas quizá fueran más simples, pensé. Igual las grandes elecciones en la vida, al final, se reducían a decidir qué cenar esa misma noche.

Me puse en la cola. Y como una marioneta sin rostro entre muchas, dejé que la inercia de la rutina me arrastrase una vez más a su anestesiante vaivén diario.

Cuentos

Deja reposar por un rato tu cabeza en mi hombro.
Olvídate de todo.

De los futuros, de los pasados.
Olvida la vida, olvida su carga.

Respira y cierra los ojos. Y déjame que te cuente un cuento.

Te hablaré de prados interminables donde correr hasta que nos falte el aire. Donde caer enredados entre abrazos que sepan a conquista. Te contaré cómo aquel caballero, un buen día, se armó de valor e hizo añicos a los fantasmas de su pasado. En el mar de dudas donde una y otra vez naufragaban sus sueños, en la oscuridad de la noche, las estrellas le guiaron de vuelta a casa. Y en cada paso hacia adelante respiró el aire fresco de la libertad, construyendo con sus propias manos el futuro que dibujó en sus noches tristes.

Te cantaré canciones antiguas que hablan de amaneceres olvidados, de soles de otro tiempo, de lunas de otras vidas. Compondré poemas que describan el sonido de la lluvia una tarde de invierno. Protegiendo tu pecho con mis brazos. Defendiendo tu corazón con mi vida.

Lo haré mientras mis temerosos dedos se pierden en cada espacio de tu piel. Mientras mis labios te buscan, intentando arrancarte los besos que consideran suyos por derecho propio.
Para así, terminar mi cuento hablándote del presente. Del aquí. Del nosotros.

Y de cómo mi alma dejó un buen día de buscar viajes a ninguna parte, para permitirse el privilegio de perderse en tu mirada.