El rincón de los caminos olvidados

En el rincón de los caminos olvidados uno encuentra todas las historias a las que nadie les pudo escribir el final.

Historias que enraizaron en los corazones de las personas y trataron de crecer aferrándose a los huecos que el pasar del tiempo les dejaba, pero que el destino, cruel en sus caprichos, decidió dejar incompletas, secando sus ramas.

En el rincón de los caminos olvidados languidecen con el lento transcurrir de una vida en las sombras. Como hojas de un arce en otoño, caen lentamente sobre un lecho de susurros.

Junto a ellas, se desvanecen en el oscuro océano de los quizás los miles de universos posibles que ya nunca serán.

En el rincón de los caminos olvidados suena la melodía de un piano que sabe a melancolía. Las flores se marchitan con el rocío de los recuerdos. Las novelas sin terminar observan un reloj que ya no marca las horas, con la única compañía de las miles de motas de polvo que cubren sus cubiertas. Y los sueños que se quedaron en sueños, respiran suspiros con olor a olvido.

Y así, una sensación de eterna calma se apodera de todos los objetos que habitan en ese rincón. Mientras ellos esperan, pacientes, a que algún día alguien vuelva y termine de contarles al oído el final de la historia, a que unos pasos transiten de nuevo sus caminos para llevarlos a algún sitio, los engranajes de un mundo que ya no les recuerda, siguen girando.

 

Sentado en silencio, pensándote a gritos

En el mismo instante en el que el agua acariciaba mis pies, haciéndolos hundirse brevemente en las arenas de una playa cualquiera, te recordé sin conocerte.

La suave brisa de una mañana de junio jugaba a aparecer de vez en cuando, junto con los rayos de un sol imponente. Rayos que dibujaban formas imposibles en nubes de miles de colores.

Te recordé en las sonrisas que me habrías de conceder, casi por derecho divino. En los besos que perderían mi mente en laberintos donde todos los caminos condujesen a ti.

Sentí el olor del mar. Del inmenso mar, poderoso y solitario, que tantas veces había sido mi único compañero. Paciente al escuchar mis sueños, comprensivo cuando le relaté mis fracasos.

Ahora el mar hablaba de ti, de los momentos que estaban por venir. Los viajes, las aventuras, los abrazos bajo cielos de otro tiempo. Me susurraba palabras que desconocía, emociones que no comprendía, mientras me tranquilizaba diciéndome que llegaría el día en que todo tendría sentido.

Y ese día llegó.

Y aquí estoy, de nuevo frente a ese mar inconmensurable, sumergido en un océano de emociones, navegando sobre las olas de sentimientos que ya, ahora sí, he podido comprender.

Y aquí sigo, sentado en silencio, pensándote a gritos.

Los guerreros del norte

Caían las primeras nieves del año en Dorah.

El príncipe acababa de abrir los ojos e intentaba alejar de sí los pensamientos oscuros que asolaban al reino.

Dorah había firmado una alianza con el imperio merriense. En realidad hablar de negociaciones y de firma de tratados se acercaba más a una obra de teatro que a lo que realmente había sucedido. El Imperio Merr había subyugado a los pueblos de alrededor con su sorprendente y recién adquirida capacidad militar.

Y aquel que había rubricado el tratado para Dorah había sido el príncipe Kalar.

Kalar II, príncie de Dorah, heredero del trono de uno de los reinos más antiguos de todo occidente, había terminado hincando la rodilla ante el emperador de Merr.

Intentó alejarse de esos sombríos pensamientos cuando su mayordomo entró apresurado.

– Alteza, tenemos problemas.
– Siempre hay problemas querido Yokar, ¿qué sucede?
– Guerreros del norte.

Tres palabras, tan simple como eso, capaces de destruir todo lo que Kalar amaba. Las hordas de guerreros del Northaestia habían llegado a los límites del reino de Dorah.

Después de todo, parecía que el tratado con los merrienses se iba a mostrar útil antes incluso de lo que Kalar esperaba.

– ¿Cuántos?
– Se dice que más de ocho mil.

El silencio inundó la sala por un instante, dejando flotando en el aire la desproporcionada cifra. Sumando los ejércitos de los reinos que rodeaban Dorah, difícilmente alcanzarían los cinco mil soldados.

– Prepara las palomas Yokar. Necesitaremos informar al emperador y a los senescales cuanto antes. Debemos estar listos.
– Como ordene, alteza.

Yokar se marchó presto a cumplir con su cometido dejando a Dorah sumido en sus reflexiones. Su padre, abandonado en una enfermedad tan incurable como interminable, ostentaba la corona pero no gobernaba el reino. Sobre los jóvenes hombros del príncipe recaía ahora la responsabilidad de miles de personas. El destino así lo había querido y Dorah, lejos de estar nervioso, aceptaba su sino con el aplomo de los grandes señores.

Con la dignidad del que sabe cual es su sitio en la historia.

Miró por la ventana. Había dejado de nevar.