Sombras

Juegos de sombras entre sonrisas en atardaceres sin memoria.

Recuerdos que se diluyen en el pasar del tiempo, vagando entre las páginas amarillas de aquel libro que narraba cuentos para niños.

Palabras que ya perdieron su significado.

Miradas desfiguradas por el oleaje de una vida ya vivida. Dibujos sin acabar.

Los fantasmas siguen ahí, agazapados en la noche, cuando al caer el sol, esas sombras ya no hablan de sonrisas sino de dolor. Y las estrellas observan mudas e impotentes la caída de los héroes.

Nunca hubo tiempo para la gloria. La cima no fue más que una ilusión desdibujada, una novela sin principio ni final.

El amanecer de un nuevo día solo trae con él mundos grises. Envases vacíos a los que, solo la inercia por alcanzar islas de cartón, les mueve las velas para seguir surcando el océano de la rutina.

Poco importan ya los guiños del destino. Las derrotas o los triunfos más mundanos. Nada significan los versos escritos en lo efímero de sus besos.

El futuro dejó de contar al oído historias de valientes princesas y reinos dorados, de caballeros de brillante armadura y malvados derrotados.

En el descenso a la oscuridad del olvido, ya nadie se acuerda  de las miradas que hiceron temblar el alma de los mortales, ya nadie recuerda haber estado alguna vez vivo.

Frágiles

Hoy caminaba medio absorto en el supermercado. Andaba pensando en mis historias, en las recientes y en las pasadas, mientras arrastraba sin ganas un carro a medio llenar.
De pronto apareció de la nada la Señora Jimena. Una de esas mujeres mayores que huelen a pan recién hecho, que son todo energía y vitalidad. El encuentro, que no fue más allá de las frases educadas de rigor, las sonrisas y algún «que guapo te veo», me hizo pensar, de repente, en lo que uno necesita, en los momentos difíciles, una palabra cariñosa, un gesto amable.

Son como un bálsamo para las heridas más profundas. Esas heridas que cicatrizan solo con el lento pasar del tiempo. Tal vez, divagué, más por acostumbrarnos a su presencia, a su dolor, que porque realmente sanen.

Reflexioné sobre la fragilidad de las cosas. De nosotros. De cómo nos tambaleamos en el fracaso, en las dudas, en el miedo. Nuestras vidas son pequeñas obras maestras de cristal: tan maravillosas como quebradizas, y un mínimo paso en falso puede originar la grieta que termine por rompernos. Pero en esa extrema fragilidad uno puede ver también resistencia. Puede ver capacidad de cambio, fuerza, ímpetu por vivir. Tal vez no seamos tan débiles. Quizá nos rompamos con la intención de reconstruirnos.

Reanudé mi marcha. Ahí estaba, entre la amalgama de colores de verduras y frutas, debatiendo en mi interior grandes dilemas filosóficos y existenciales. Las cosas quizá fueran más simples, pensé. Igual las grandes elecciones en la vida, al final, se reducían a decidir qué cenar esa misma noche.

Me puse en la cola. Y como una marioneta sin rostro entre muchas, dejé que la inercia de la rutina me arrastrase una vez más a su anestesiante vaivén diario.

Caídas

Dulces caídas.

Caídas con el amargo sabor que traen las historias que se truncan a medio contar.

Caídas que suenan a melodías tristes en un piano que ya dejó de sonar.

Tropiezos en este caminar hacia todas partes, que nos hacen sentarnos al borde del camino. Y en esas, pensar hacia atrás, queriendo recordar los por qués y los cómos, queriendo encontrar respuestas a preguntas que no tuvimos el valor de hacernos a tiempo.

La vida pasa y nosotros, con ella, vivimos. Escribimos palabras que solo tienen significado cuando las susurramos en los oídos adecuados.

Cada cima conquistada, cada barrera superada. En cada uno de los instantes que fuimos capaces de parar al dios del tiempo. Ahí residen nuestros triunfos. Nuestros sueños.

Esas dulces caídas son la prueba de que algún día llegamos a lo más alto. Y de que algún día, quién sabe, quizá podamos volver a conquistar, a golpe de espada, el castillo que encierra nuestro destino.

Si en su tristeza hoy nadamos, en su recuerdo, mañana, tal vez, nos abriguemos del frío que trae consigo la realidad.

Pero hoy toca levantarse, sacudirse el polvo del camino, y volver a caminar.

Sonrisas

Eran tantas.

Todas diferentes.

Todas con esencia propia. Encerrando deseos, susurrando destinos.

Llevaba guardadas en la mochila las miles de sonrisas que la vida le había ofrecido en su lento caminar. Sonrisas que sabían a instantes para el recuerdo, gloriosos, eternos. Sonrisas tímidas, que apenas habían permanecido en el rostro unos segundos. Sonrisas bañadas en las lágrimas que maridan las cosas por las que la vida merece ser vivida.

Ante el abismo de la incertidumbre, donde la densa oscuridad alberga los miedos más profundos, los sueños se nutren de esas sonrisas recordadas, de esos momentos que nos proyectan futuros por vivir, y permanecen en pie a pesar de todo.

De esas sonrisas nace la esperanza. El motor indestructible de nuestra especie.

De esa esperanza viven nuestros anhelos, que nos alimentan la mente y nos empujan a vivir una vida plena.

Somos porque anhelamos. Vivimos porque en lo más hondo de nosotros, en nuestra esencia, no dejamos de buscar.

Esa es nuestra razón de ser, pequeño, le había dicho un buen día su abuelo. Vagamos en la vida sumidos en una interminable búsqueda de momentos con los que llenar de sonrisas nuestra mochila.

Así que sonríe.

Sonríe.

Sonríe…

Fantasmas en la noche

Caminaba aquella tarde entre los abedules del mismo bosque donde, años atrás, sus padres habían inmortalizado los momentos previos a su nacimiento. La luz del sol jugueteaba con las hojas, llenando de miles de estrellas de luz el frondoso suelo.

En aquel paraje de cuento, el tiempo parecía no existir. Así, pasado, presente y futuro se unían en una comunión infinita, en un único punto donde el mundo hacía mucho había dejado de importar.

Sus pensamientos volaban entre los recuerdos del amargo pasado y las incertidumbres del dudoso futuro, sin percatarse de si era el ayer o el mañana quien le susurraba las historias.

Ensimismado en reflexiones sin destino claro, sus pasos le llevaron hasta una pequeña cima, alejada de toda vida, desde la que pudo disfrutar de la vista de los eternos campos de trigo bailando al son del viento.

Una sinfonía de colores, olores y memorias. Una dulce canción de cuna con el sabor agridulce que traen consigo los momentos felices que ya se fueron.

Y justo después, el silencio.

El silencio que no cuenta nada, porque nada tiene que decir. El silencio que gritan las personas cuando las lágrimas les arrancan las palabras. El silencio con el que los fantasmas se disfrazan en la noche de ilusiones prestas a marchitarse.

Con los últimos rayos de sol, se dispuso a volver.

En el ocaso de aquella vida que ya no era suya. En la caída de la noche más oscura, donde ni las estrellas más brillantes alivian la profunda sinrazón de la tristeza. En el final de un día que a penas tuvo tiempo de iluminar las miradas de los girasoles.

Allí, entre los abedules que la traían memorias de otros tiempos, cerró los ojos por un instante y abrió por primera vez su corazón.

Lluvias en agosto

Caían las primeras lluvias anunciando el cambio de estación.

En aquella tarde calurosa en la que el verano quería estirar sus días, negándose a dejarle paso al frío, ella miraba al lejano horizonte que se extendía ante ellos.

Él, mientras, se mecía plácidamente mientras pasaba con lentitud las páginas amarillentas de un libro plagado de olor a recuerdos.

Habían pasado ya demasiados años. Años colmados de historias que se habían instalado en su memoria.

La vida había continuado el viaje. Un viaje eterno hacia ninguna parte. Y ellos, meros espectadores de una historia ajena, disfrutaban ahora del ocaso de sus días.

En el reflejo de sus miradas, miradas nostálgicas, miradas que volaban entre pasados coloreados por el paso del tiempo, uno podía saborear la tristeza en su esencia más pura.

Las delicadas páginas de ese libro le susurraban palabras tiernas, palabras que calmaban la herida abierta que tienen aquellos a los que el paso del tiempo los aleja de todo lo que un día les hizo felices.

Las finas gotas de la lluvia veraniega acariciaban su delicada piel mientras su mirada se perdía en los confines de la tierra y su mente vagaba entre los legajos que su memoria era capaz de mantener intactos.

Perdidos ambos en la vasta inmensidad de una vida carente de guía, al borde del abismo que es la desesperanza por el incierto futuro, tuvieron un instante de lucidez, y, al unísono, se miraron como recordándose por primera vez.

Y sonrieron, respondiendo a una pregunta que nadie había hecho.

Sí, cada segundo, mereció la pena.

El largo adios

Siempre que terminaba una historia, seguía el mismo ritual. Acariciaba la hoja de papel, como queriendo rendir el máximo respeto a las palabras allí escritas. Sorbía un poco más de café y dejaba que un pensamiento, siempre el mismo, le embargara: en el aire de aquella pequeña habitación, flotaban todas las palabras sin escribir, todas las historias sin contar.

Al cerrar el último de los capítulos de ese relato, sentía las miradas de aquellas personas imaginarias o imaginadas que ya nunca tendrían su rincón en la realidad. Miradas tristes, lejanas, algunas incluso inquisidoras. Miradas que le reprochaban el olvido, tal vez la falta de valor para concederles el don de la vida eterna.

En las hebras de un destino maldito, bailaban con pies descalzos las almas de aquellos que nunca serían. Condenados por decisiones, por casualidades, por instantes que no sucedieron.

Y, de repente, el pensamiento se diluía, desapareciendo tan silenciosamente como había llegado. Dejándole con el sabor amargo que dejan las despedidas para siempre.

Él se abrazaba a la esperanza del amanecer del nuevo día. De una nueva historia que contar. Y, poco antes de despuntar los primeros rayos del sol, soñaba despierto a construir un futuro lleno de nuevas miradas que descubrir.

La caída de los gigantes

Los sonidos de una naturaleza en calma se colaban por los rincones de aquella casa olvidada. La quietud reinaba allá donde uno posase la vista. Sobre los muebles, recuerdos de tiempos mejores permanecían impasibles. Nada había cambiado desde entonces. Como si de una fotografía antigua se tratase, solo el polvo en suspensión parecía querer romper con esa sensación.

Caía ya la noche en el corazón de un hogar marchito. Lejanos quedaban ya los gritos de alegría que llenaban cada estancia. Lejanos los atardeceres frente a la pequeña iglesia, esperando a que la noche diera un respiro a la densa calina de aquellos días de verano, entre risas y vasos de vino.

En el otoño de ese linaje, las lágrimas sustituyeron a las hojas de los fuertes robles, cayendo lentamente, hasta convertirse en un manto sobre el que caminar se hizo complicado.

Ya sólo quedaban los ojos angustiados de quien ha visto toda una vida pasar ante si y espera paciente la hora de partir. De quien una vez fue gigante con pies de barro.

En su caída está la caída del hombre moderno, está su éxito y su fracaso. Su destino.

El destino de todos.

Venciendo fantasmas

No es el paso del tiempo,
el que nos lleva a crecer,
son sus golpes.

Y cada vez
que nos levantamos del suelo,
vencemos al miedo.

Últimamente despierto siempre con el peso de mis fantasmas asediandome. Y, en cada paso, me acompañan recordándome cruelmente mis fracasos.

Lucho contra ellos, créeme. Lo intento con todas mis fuerzas.

Pero son ya demasiados años soportando la pesada carga de sus miradas reprobatorias, de sus susurros en la noche, de las semillas de sus dudas.

Todo es un poquito más triste en cada paso. Como en un ocaso de otoño, la ciudad se va marchitando. Miro mi reflejo en la orilla de un río que ya no me recuerda. Un reflejo distorsionado, una vaga ilusión de lo que quise ser y no pude.

Un suave manto de niebla se posa sobre las calles en ese atardecer, donde los olores a paso del tiempo se mezclan con el amargo sabor de los sueños truncados.

Suena de fondo una acordeón que parece murmurar palabras melancólicas. Recuerdos adornados por el lento discurrir del tiempo. Cadáveres maquillados que no pueden ocultar sus miradas perdidas, sus sonrisas vacías, sus corazones secos de vida.

Y yo me alejo de todo y de todos, como queriendo huir hacia ninguna parte. Como intentando, en un último grito desesperado, encontrar la respuesta a todas las preguntas que alguna vez necesité responder.

El despertar de Arcadius II

Más allá de las remotas nebulosas de Caledonia, en las zonas inseguras de la Federación, existe un insignificante planeta que iba a convertirse en pieza fundamental del devenir del destino de la humanidad en nuestro tiempo.

Arcadius II, una exotierra descubierta en el año 350, perteneciente al sistema Subra, es habitable gracias a sus condiciones climatológicas análogas a la Tierra. Inmensos océanos azules cubren la mayor parte de su superficie, relegando la tierra firme a un escueto 5% del total.

Su descubrimiento se atribuye a la sonda espacial Aquiles III, lanzada por la Agencia Espacial Internacional en tiempos previos al Gran Concordato, cuando la exploración espacial no se regía todavía por las leyes federales.

Terraformado cinco años después, los primeros asentamientos datan del año 363, considerado año 0 en la cronología local.

Obtuvo el estatus de planeta no adscrito a la Federación en el 620 (año 257 para el planeta). Este estatus le permitía disponer de una posición alejada de las intrigas políticas y las guerras internas que sucedían en las regiones más pobladas de la Federación.

Con una industria autosuficiente y unas exportaciones casi inexistentes, Arcadius II era uno más de esos cientos de planetas que pasaron desapercibidos al radar de la Federación cuando el gobierno democrático fue depuesto.

Sólo que Arcadius II no era un simple planeta más.