La caída de Elia (1.0.1)

…los dioses cayeron sobre la ciudad de Elia al final del invierno del año 14 y destruyeron el Templo del Sol.

Dejaron así a la población sin forma de comunicarse con el resto de los mundos y les obligaron a comenzar de nuevo.

La Leyenda de Histari, recogida en el Legendarium Craso en su tomo II.

Para Galen Cross terminar su asignación era, sin duda, la última de sus preocupaciones. Aunque, a tenor de su última evaluación, debería haber sido de las primeras.

Galen tenía que estar en el Sector 3 analizando las estructuras de una de las nuevas zonas terraformadas del planeta Elia, pero en su lugar deambulaba por su capital federal, sin rumbo fijo.

Nova Prime o, simplemente Nova, alojaba a la mayor parte de Elia. Alrededor de 45.000 seres humanos, herederos de los primeros descubridores del planeta unos 4500 años atrás.

La cifra no era exacta porque la fecha real formaba parte del legado perdido tras la destrucción del Templo del Sol.

Galen no sabía muy bien qué quería hacer: ni hoy, ni el resto de su vida. Había nacido en una familia acomodada en la Dacia nórdica, y su vida había transcurrido sin demasiados sobresaltos. Era esa falta de actividad la que había llevado a Galen a desentenderse de su cometido como ciudadano elio y dejarse llevar por la desidia. Y no era algo poco común, muchos más como él padecían lo que los neuromantes llamaban deprivación de la esencia de la vida.

En ese momento sonó el conmutador de comunicaciones de su muñeca y conectó el enlace neural de su sien.

— Galen, no se donde estás, pero deberías ver esto.

El holograma de Klass había aparecido en su retina. Excitado, sudando y con los ojos inyectados en sangre, el joven parecía haber visto un fatasma.

— De verdad, es una auténtica locura. Los dioses han vuelto.

La última frase quedó resonando en la cabeza de Galen tiempo después de que la comunicación terminase. Los dioses han vuelto, había dicho Klass. Los dioses, protagonistas de cuentos para asustar niños, existían y se habían manifestado.

O, cuanto poco, algo que se parecía mucho a ellos había hecho acto de presencia en el puerto espacial de la capital federal. Las imágenes, que parecían haberse tomado desde algún medio de transporte alejado de la escena, mostraban a seis individuos vestidos de oficiales militares.

Cambios

Para Alonso Serrano lo peor no había sido tener que volver a vivir en casa de su padre. Al fin y al cabo, era algo temporal. O eso se empeñaba en repetirse él.

Lo peor, sin duda, había sido la frialdad con la que su padre reaccionó ante la noticia. Como reconociendo en su hijo su propia caída y añadiendo así al peso de las palabras de un padre la tragedia de quien se siente fracasado como hombre.  

Ellos, que siempre habían sido unos triunfadores, enfrentándose a la realidad que hay tras una máscara de éxito, moviéndose en esa especie de acuerdo tácito entre ambos que les impedía hablar de ello. El precio que había que pagar era el silencio de sus heridas.  

Después de cinco años enjaulando una vida entre fotos en redes sociales y un día a día anodino, Alonso se había dado cuenta, justo antes de saltar al vacío, de que ese futuro no era para él.

Quizá había sido consciente mucho antes, pero la vida la conducimos a veces sin encontrar el pedal del freno.

Ahora Alonso pasaba las hojas de un diario La Razón de hacía dos años mientras su mente se esforzaba por recordar cuándo había sido la última vez que sintió tener su vida bajo control. El olor a café recién hecho se intuía en la oxidada cafetera de su padre mientras éste todavía dormía en su cuarto. Entre tanto, Alonso trataba de dar con ese momento en su vida en el que dejó de intentar ser feliz para sí mismo y se obsesionó con ser feliz para los demás.

Mis cosas favoritas

Las mañanas de capuchino y tortitas, cuando los desayunos se convierten en un acontecimiento importante y se les guarda el respeto que siempre se merecieron.

La sonrisa de tu padre los sábados a medio día, una mezcla deliciosa de felicidad y melancolía que te recuerda al labriego que después de toda una vida de esfuerzos, se sienta plácidamente en el zaguán de su casa y disfruta del lento discurrir del tiempo.

Las copas de vino que te tomas a solas, regalándote ese momento que te hace sentir en la cima de la humanidad.

Suena casi hasta poético. Años y años de evolución, de variaciones genéticas aleatorias que nos adaptaban mejor al medio, para terminar regocijándote frente al epíteto de la sociedad moderna: la soledad.

Notar como pierdes la noción del tiempo entre las palabras de un libro. Sentir como te desdibujas para ir encontrando pedazos de ti en frases de novelas de caballería, de viajes en el espacio, en relatos de otros tiempos, de otras vidas.

Pasear entre el sonido de zorzales camino de lo que siempre será el huerto de tu abuelo. Dejando que la naturaleza se cuele a empujones por todos los pliegues de tu cuerpo. Sentir que no importa lo que pase, que ahí tendrás tu lugar en el mundo.

Esas tardes donde los naranjas se cuelan en el comedor y bañan de filtros propios de Instagram la estampa de Luna disfrutando de una de sus innumerables siestas. O cuando la noche nos descubre compartiendo sueños en el sofá.

Soy un hombre de gustos sencillos, de pequeñas cosas favoritas.

En esto le tengo que agradecer mucho a la vida, que me ha hecho aprender, de un modo u otro, a saborearlos todos.

Desde la dulce carcajada de mi madre cuando conseguimos hacerle reír, hasta lo amargo de las despedidas de tiempos que entiendes que ya no volverán.

Y entre todos ellos, tengo uno predilecto, uno de esos secretos placeres que siempre acuden prestos a arrancar sonrisas en los días apagados, que aparecen para llenarte el pecho de aire y empujarte de nuevo al tren de la vida.

Adoro soñarte despierto.

Playa de arena negra

El oleaje rompía contra las rocas de la playa lanzando al aire miles de gotas de agua de mar. Ella me hablaba de la silueta de una monja y de saltos al vacío. De personas que se despedían de una vida que no querían. Yo no podía dejar de mirarle los ojos.

Esos dos ojos eran un pozo donde no se llegaba a ver el fondo. Parecían esconder la historia de decenas de vidas, de cientos de instantes, inquietos, inseguros, pero cargados de ganas de comerse el mundo a mordiscos.

Esos dos ojos hablaban por sí mismos. Uno no puede evitar perderse en unos ojos así. Lo digo en serio. Te llevan de la mano y te sumergen, empapan tu mundo, te cambian. Tratas de navegar a contracorriente, pero es inútil, te arrastran a lo más profundo e insondable del alma humana.

Así que me perdí, una y otra vez. Me dejé llevar por el vaivén de las olas rompiendo contra la costa. Por el arrullo de los pájaros que paraban por un rato en su camino hacia el hogar. Por la música de sus palabras al contar historias de su isla.

Y entonces desperté de nuevo en esa playa de arena negra.

Hay momentos como aquel, donde todo deja de ser por un rato y solo importa el azabache de unos ojos hablando de ganas de vivir la vida.  

La caída de la Casa Aesir

Parecía querer lanzar fuego por la boca mientras sus patas surcaban la llanura cortando el aire a su paso. 

Montado en él, luchando por no mirar atrás, Var, último heredero de su linaje, se agarraba fuerte a las riendas que le alejaban de una muerte segura.

De poco importaban ya su sueños de grandeza. Aquellos bocetos dibujados en la arena sobre los que imaginó en su día construir un mundo mejor hoy no eran más que borrones. Todo había terminado. 

Con su más que segura muerte, la Casa de los Aesir acabaría por desaparecer, y serían los doce Senescales los encargados de regir el Imperio.

Mientras su caballo ponía todo su empeño en alejarlo de su destino, Var pensaba con nostalgia en todo lo que esa huida dejaba atrás. La codicia humana, que todo lo corrompía, había llenado las cabezas de sus fieles consejeros y había traído con ella la destrucción del legado de generaciones de hombres.

El silbido de una flecha lo despertó del trance cuando esta pasó cerca de su mejilla. Ya habían llegado. La Guardia Idun, aquellos que en otro tiempo le habían jurado proteger con sus propias vidas, se lanzaban como depredadores a la caza de su última presa. 

El segundo arquero ya no falló. 

La flecha surcó el cielo azul de aquella mañana despejada de verano, y se clavó en el cuello del último emperador de Teselia.

Y allí, cuando sus fuerzas comenzaron a abandonarle, cuando el cielo  comenzó a oscurecerse y los problemas del mundo dejaron ya de tener sentido, Var posó sus ojos en el horizonte una última vez y se despidió de ella para siempre. 

 

Luces de noche

Bailan las letras de una historia sin acabar. De una historia mil veces repetida. Mis ojos se posan más allá de la ventana, cuando la noche cerrada parece querer susurrarme cuentos para dormir.

Las luces miran a escondidas a esas personas que pasean, ensimismadas, por una calle cualquiera de una ciudad sin nombre. Sonrisas efímeras, como cometas, que pintan cuadros fugaces de mundos inalcanzables.

Me gustaría saber volar para alcanzar el alféizar de tu ventana y sonreírte tras el cristal.

Me imagino allí, a las puertas de tu pecho, esperando paciente a que me dejes pasar.

Mis dedos dibujándote estrellas en un océano plagado de atardeceres, señalándote las constelaciones que miles de años atrás, marcaron el destino de la humanidad, mientras mis labios juegan a ser poetas olvidados hablando de amor.

Y entonces volver a descubrirte en tus abrazos. Volver a sentirte en tus besos. Comprenderte en tus caídas, en las heridas de tu alma.

Tal vez nunca hablemos. Tal vez, las palabras vuelen demasiado lejos, lleguen demasiado tarde. Y las luces de la noche, haga ya tiempo que se apagaron.

Pero te pienso, hoy, con la sonrisa sincera que aguarda los momentos que te quedan por vivir, y siento que con eso, me basta.

Despierta

Despierta despacio y déjame que, mientras caes en la cuenta de que son mis brazos quienes te rodean, te cuente un cuento.

Te prometo que tendrá un final feliz. De esos que te hacen albergar esperanzas por un futuro mejor, por un mañana diferente.

No te hablaré de héroes de cartón-piedra que, llenos de fantasmas del pasado, sólo son capaces de fingir por un rato. Aquellos a los que su careta sólo les aguanta el tiempo suficiente para volverse a casa a seguir luchando con sus recuerdos.

Tampoco habrá princesas en la lenta espera de príncipes que las salven. Se acabaron las doncellas ingenuas que parecían sombras sin llama.

Habrá puestas de sol infinitas en océanos de aquí y ahora. Con los barcos de promesas incumplidas alejándose en el horizonte.

Habrá noches estrelladas con películas en blanco y negro y copas de vino con sabor a conversación hasta las tantas.

Viajes a destinos impensables, donde caminar por sendas que traen vientos de cambio.

En la mochila del viaje sólo se guardarán los recuerdos que sirvan para mirar hacia adelante. Que en los tropiezos sostengan a los protagonistas y en los éxitos les recuerden que, por muy alta que sea la montaña conquistada, nunca hay que dejar de saber dónde está el suelo.

Y así, un buen día, ellos mismos encuentren los cuentos que están por ser contados, al despertar una mañana cualquiera de verano.

Vacío

Jugueteaba con la arena entre sus dedos, mientras sentado, sentía como esa brisa de mar intentaba susurrarle palabras que no podía entender. Caía la tarde y el ocaso le sorprendió con la mirada puesta en un horizonte ajeno a sus vaivenes, alejado de sus sinsabores.

Aquella tarde de junio se había querido regalar un momento para él y había terminado cayendo en la cuenta de que ya solo quedaba una versión desfigurada de sí mismo. Rota por los incesantes tropiezos, por las dudas, por la incertidumbre.

El tiempo había ido desangrando su espíritu luchador hasta convertirlo en un remanso de paz ficticia. De gritos ahogados entre recuerdos desdibujados.

Hoy se sentía vacío. Una cáscara que no guardaba ya nada de valor en su interior. Tal vez, reflexionaba agarrándose a los últimos rayos de sol, se había dado por vencido.

Tal vez nunca había sido algo que hubiera estado en su mano.

Y en realidad, ese destino caprichoso que había querido tumbar sus ansias de echar a volar, llevaba ya años escrito sobre la antigua piedra en un remoto lugar desconocido.

O quizá no.

Quizá esto solo fuera una parada más en el camino, un momento donde coger de nuevo aire y llenar esa vasija vacía de nuevas esperanzas, de nuevos sueños por cumplir.

La noche se cerraba sobre el inmenso mar y la brisa había dejado de contarle historias en su lengua secreta.

Allí, sentado, permaneció solo por un instante más, tambaleándose en la delgada cornisa que da paso al oscuro abismo de la desesperanza.

Hasta que sus lágrimas brillaron con la luz de la luna.

Hasta que sus pies decidieron que no era el momento.

Y comenzó a caminar de nuevo.

Serás

Serás llamarada en la densa noche donde los sueños enmudecieron.
Y contarás entre susurros las vidas de soldados de juguete.
De corazones de hojalata que quisieron sentirse latiendo al verte.

Serás sonrisa delicada coloreando de rojos tus mejillas.
Mientras las lágrimas afloran en tus ojos y riegan de futuros las historias sencillas.

Serás valor en los días tristes, el destino escrito en muros de papel, presto a borrarse en el vaivén de un barco que no quiso nunca pararse a saber quién era él.

Serás canción y poesía, rima consonante en un mundo de miradas cansadas, de manos frías y almas vacías.

Serás en futuro porque en el presente no eres más que un fugaz dibujo en las estrellas de mi firmamento.
Una voz en susurros hablando de cuentos de amor con final incierto.

Serás porque en pasado fuiste ilusión por un verso.
Engañaste a los ojos el suficiente tiempo,
pero el corazón no es ciego y descubrió el truco, cayeron las vendas
y se rompió el momento.

Serás, algún día amor, serás, contra todo pronóstico,
contra toda razón y desvelo,
serás mi sol y mis estrellas,
mi horizonte en el cielo.

Respuestas

Dejamos que el tiempo pasase, y lo perdimos buscando imposibles.

Nos alejamos del sendero y, así, terminamos encontrando caminos a ninguna parte.

No entendimos, quizá, que nada había que buscar. Que lejos de destinos escritos en piedra, la vida la moldean nuestras propias manos, nuestras propias decisiones.

Me vienen a la memoria los ancianos de aquel rincón escondido, contándome en su lento caminar, que nunca se llega demasiado tarde. Ellos, que pasean con la calma de quien ha visto ya todo en la vida, disfrutan de la espera, de la pausa, de la quietud, pintando de significado los momentos.

Tal vez en ese tiempo que aparenta estar vacío, aprovechan para dejar de buscar respuestas en lugares remotos y deciden navegar en las tempestuosas aguas de sí mismos, aun con miedo, aun con incertidumbre.

En medio de esa tormenta, donde el pasado dejó de ser una carga y el futuro dejó de importar, encuentran la paz. Encuentran el sosiego suficiente para abandonar las correas que los amarran a una realidad desfigurada.

Olvidan los fantasmas que les impedían concilar el sueño. Se olvidan de todo por un rato. El suficiente para caer en la cuenta de que nunca hubo respuestas, nunca necesitaron buscarlas, porque nunca fueron necesarias las preguntas.