Aventuras

Aunque suene mucho a mensaje en una galleta de la fortuna, las mejores aventuras suelen nacer de un salto al vacío. O, como poco, dando un paso adelante.

La vuelta desde el aeropuerto de Cracovia fue ese momento de revelación que hizo que se me pasara por la cabeza, por primera vez, la posibilidad de lanzarme de mi propio puente personal. 

Había sido ese un verano atípico. Mientras la Selección naufragaba estrepitosamente devolviéndonos a nuestro estado natural en los mundiales, yo me andaba cuestionando las preguntas filosóficas fundamentales a los treinta, que son, básicamente, qué narices estás haciendo con tu vida. 

Vivía todavía a caballo entre la euforia de verme libre de una vida que no quería para mi y la incapacidad manifiesta de saber qué andaba buscando. 

Fue tras los chupitos de vodka con pimienta, tras esa exaltación de la amistad eterna que suele llegar a las cinco de la mañana. Tras la noche de una ciudad europea abierta al balcón del mundo. 

A la mañana siguiente, paseando entre bicicletas y tranvías, ya de camino al aeropuerto, me dio por pensar. 

Las reflexiones profundas me suelen venir los días de resaca. Y no hay peor resaca emocional que la vuelta de un viaje con amigos. 

Así que, mientras sobrevolábamos Europa, llegué a la conclusión de que igual era momento de hacer algo que me apeteciera de verdad.

A mi.

A la semana, un día antes de que el plazo terminase, le daba al último botón que me separaba de cuatro años de descubrimiento personal. De cuatro años donde sumergirme en el océano de mis propios fantasmas y aprender más de mí mismo que nunca.

Que bueno fue aquello de, por primera vez, saltar al vacío. 

Y aunque cuatro años después sigo sin saber qué hacer con mi vida, al menos tengo la sensación de disfrutar más del camino. Es un poco como dice Zaz, «si me pierdo es que ya me he encontrado y sé que debo continuar». 

Las aventuras son así. Una tarde cualquiera, en un ciudad cualquiera, te paras a pensar y, de repente, decides cambiar tu vida. 

Londres

Recuerdo bajar del avión nervioso. Siempre lo estoy al llegar a algún lugar desconocido. Mi cabeza se llena de mil preocupaciones y parece desconectar de la realidad. Recuerdo aquella cola para comprar el ticket del metro, que era en realidad una tarjeta. ¡Que modernos son estos ingleses!, pensé. Desde que nos ganaron la batalla de Trafalgar, hay demasiado complejo de inferioridad con ellos. Recuerdo sonreír. Y sonreírle. Ahí todavía quedaba una especie de residuo de la ilusión que debería acompañar a los viajes. 

Todavía la miraba con los ojos de un niño antes de irse a dormir la noche antes de Reyes. Todavía creía en un nosotros posible. 

Y sin embargo recuerdo un Londres triste. Apagado. Pese a ser pleno verano, pese a que el sol inglés se parecía mucho al valenciano. Pese a las mangas cortas y los infinitos turistas que llenaban de color las calles. Era un Londres que no sabía a nada. Fugaz.

En un instante abríamos la puerta de ese pequeño loft en Shoreditch y al siguiente hacíamos tiempo en una pequeña taberna en pleno Picadilly. Llovía. O así he guardado esos momentos en mi memoria. 

Fue un fin de semana gris. Donde las lágrimas ya ganaban a las carcajadas. Donde el choque de dos trenes que nunca estuvieron cerca de cruzarse en el camino, incendiaba a su paso lo poco que habíamos construido. 

Recuerdo mirar a través de la pequeña ventana de la cocina de nuestro piso alquilado y ver a las personas caminar. Una pareja paseaba de la mano, él parecía deshacerse con los gestos simpáticos de ella. ¿Tan complicado era tener algo así?, me pregunté. 

Luego vinieron Camden y esa misma charla, esas mismas palabras que llevaban a ninguna parte. Ese querer ser un salmón emocional y pretender remontar el río a contracorriente. Vino el tren de vuelta, su mirada perdida a través del cristal, como recordando tiempos mejores. Nunca llegué a entenderla de verdad. 

Pero, sobretodo, recuerdo mi último instante en suelo inglés. Allí, parados, esperando en la cola para subir de nuevo al avión que nos alejaría del Londres gris que parecía habernos roto para siempre. Allí, en medio de mi propia guerra interna, estuve a punto de echarme a llorar como un niño. 

Como cuando Passenger dice en Survivors eso de «Are there any survivors? Am I here alone? Am I on my own?», jamás me sentí tan solo como en aquella pista de aterrizaje de Londres.

En Londres aprendí que la peor de las soledades no es, necesariamente, aquella en la que no tienes a nadie a tu lado con quien compartir tus momentos.