La Ciudad del Este

Rodeada de imponentes montañas aparecía de la nada, en medio de la Gran Llanura, la Ciudad del Este.

Grandes murallas franqueaban el paso a quien quisiera adentrarse en ella. Construida cuatrocientos años atrás por los Primeros Moradores, descendientes directos del linaje de los Dioses Had, la Ciudad del Este se había convertido en una importante urbe dado su estratégico emplazamiento. Con conexiones directas con el Paso del Norte que comunicaba la Península de Dohos con el resto del continente, la Ciudad del Este era considerada como una de las zonas económicas y sociales más importantes del reino de Aledonia. Su puerto era uno de los más importantes de todo el Mar de Plata  ya que permitía atracar a los grande navíos procedentes de oriente, más allá de las Torres de Athlan, cargados de exóticos alimentos que se vendían a precios astronómicos entre las casas pudientes de la ciudad y del reino.

Aledonia se había convertido en reino hacía escasos 200 años tras la unión de las tres grandes casas nobiliarias de la región: los Hadar, considerados por muchos como la continuación en la línea sucesoria de la extinta casa Hadriel, los Nordar, procedentes de las sombrías tierras del noret que llegaron antes de que la Gran Epidemia hiciera del norte una tierra inhóspita y los Valdar, que se reconocían así mismos el derecho de ser los verdaderos herederos de las tierras del este de Aledonia.

En la actualidad, Aledonia era gobernada por el rey Meres II el Justo, bajo cuyo mandato se había alcanzado el esplendor económico y artístico del reino. Sus dos hijos, Hithril y Erath, habían fallecido años atrás en la guerra contra el vecino reino de Umbría. Tal era la pena del rey Meres que muchos le habían comenzado a llamar Meres el Triste. Sin embargo, lo más relevante para el devenir del reino no era la profunda tristeza que asolaba a su rey sino que por primera vez en doscientos años de existencia, Aledonia se encontraba sin descendencia directa en la sucesión al trono.

El rey Meres se había recluido en sus cámaras y rara vez se le veía en público mientras que eran los lores de las grandes casas los que gobernaban el reino haciendo uso de su influencia en cada zona. La Ciudad del Este se mantenía bajo el dominio de Lord Phillip Valdar, cuyo control se extendía hacia el norte por las Tierras de los Castillos hasta la frontera con Umbría y hacia el sur a lo largo de la ribera del río Eures hasta su desembocadura en el Mar de Plata.

Lord Phillip era considerado como uno de los señores más poderosos de toda Aledonia y contaba con el mayor ejército de toda la península. Tras la guerra con Umbría, el rey había dado su visto bueno para que sus señores dispusieran de regimientos armados propios con la excusa de disponer de herramientas para defender el reino en caso de emergencia. No obstante la realidad era conocida por muchos, si Aledonia no cayó en manos de los norteños fue porque los grandes señores acudieron al rescate del rey y ésta era su forma de cobrarse el servicio prestado.

En la mente de Lord Phillip estaba convertirse en el primer Valdar coronado rey de toda la península unificada bajo un único reino. Creía que sólo así los habitantes de Dohos podrían hacerle frente a los grandes desafíos que el Óraculo del Sur había predicho que estaban cerca de suceder.

La princesa perdida

Eleanor IV, octava en la línea sucesoria de Hesperia y vicegobernadora del Área 15 se dirigía a sus súbditos a través de los medios de comunicación estatales.

– Ciudadanos de Argópolis, hoy es un día de especial relevancia para nuestro reino. Hoy Hesperia resurgirá de las cenizas del olvido y ocupará su lugar en la historia de la humanidad.

Un murmullo de curiosidad recorrió las calles y los hogares de la gran capital. Era la primera vez en años que alguien de la casa real se dirigía directamente a los habitantes de un área metropolitana como aquella.

Subyugados al poder de un reino como el de Hesperia, el Área 15, antiguamente conocido como Argos, había ido perdiendo autonomía hasta convertir a sus habitantes en ciudadanos de segunda.

– El Senado Imperial ha llegado a un acuerdo con Su Majestad el Rey Ícaro III para que Hesperia pase a formar parte del Imperio Galático en calidad de estado invitado.

El murmullo se convirtió en miradas de incredulidad entre muchos. Un acuerdo con el Senado Imperial era inconcebible. Durante años no sólo Hesperia sino muchos de los reinos de Erdes habían intentado evitar por todos los medios a su alcance ser anexionados por el Imperio Galático. Sabían que la pérdida de independencia acabaría eliminando sus singularidades y serían una colonia más de un gigante macroestado gestionado desde Gorgon, una ciudad desconocida a años luz de distancia de Erdes.

– Hoy es un día glorioso para todos nosotros. La casa Hadriel llevará el nombre de Hesperia a lo más alto. Salve Rey Ícaro, gloria eterna para Hesperia.

Tras esto, la bandera del reino, un enorme caballo alado con la cruz de San Jorge en fondo azul, ondeó por todo lo alto mientras el himno nacional sonaba.

– Ha estado grandiosa majestad – dijo acercándose con una enorme sonrisa Lord Erwyn Hadriel, primo de Eleanor y archiduque de Argóplis – El pueblo os adora.

Eleanor no estaba tan segura. Tras la caída de Argos, el rey Dédalo II había decidido movilizar a parte de la familia real a esa zona asignándoles puestos de gobernación. El objetivo era doble: por un lado asegurar la lealtad de las regiones recién conquistadas, por otro, transmitir la falsa sensación de autonomía a esas regiones.

«Dejadles creer que todavía controlan su destino y nosotros controlaremos sus almas» le había dicho en una de sus visitas el anciano Dédalo a su querida nieta Eleanor. Ella había entendido perfectamente su misión y representaba el papel todo lo bien que podía. Pero en su interior se sentía extranjera en un país de extraños.

– Tal vez haya muchos que no entiendan esta decisión – contestó aparentemente preocupada Eleanor.
– Dicen que las decisiones del rey son muchas veces inescrutables – argumentó Lord Erwyn
– Esperemos que esta vez haya acertado con la que ha tomado, mucho me temo que nos acechan tiempos oscuros en los que deberemos andar con cuidado, milord.

Eleanor se despidió de Lord Erwyn y se dirigió a su habitación. Seguía intentando encontrar una explicación lógica ante la estrategia aparentemente suicida del rey Ícaro. La casa Hadriel había vendido su alma y, por ende, su reino al diablo. A uno tremendamente poderoso.

Lo que todavía desconocía Eleanor IV, octava en la línea sucesoria de Hesperia y vicegobernadora del Área 15 era la importancia que iba a cobrar su papel en el destino de su reino, y en el de la humanidad al completo.

Suzanne I

Eran más de las tres de la mañana y todavía quedaban cosas por terminar.

Se decía que la capital la República nunca dormía pero por muchos avances tecnológicos que la humanidad hubiera alcanzado, todavía seguían necesitando descansar.
Situada en el centro de la península de Látika, Gorgon era sin lugar a dudas una ciudad del futuro.

Suzanne desconectó la interfaz de usuario al tiempo que comprobaba si quedaba café en su taza. Ni una gota. El holoreloj marcaba las tres y cuarto y ya no quedaba casi nadie en el despacho. Habían recomendado al presidente de la República descansar tras el durísimo día al que había tenido que enfrentarse.

Forzado por las circunstancias, Garlan IV, presidente electo de la República, había dimitido de su cargo poniendo a disposición del Senado los poderes ejecutivo y legislativo. Pese a que el comunicado oficial leído por el propio Garlan centraba las razones entorno a una pérdida de confianza de la ciudadanía en las instituciones y en la necesidad de un cambio de liderazgo, la realidad era mucho más cruel: grupos de presión afines a determinadas corporaciones habían terminando forzando su salida.

El Senado se había convertido, de facto, en el instrumento más poderoso de toda la galaxia.

Suzanne se había encargado de redactar el discurso de dimisión del ya expresidente y había pasado el resto del día analizando la documentación y preparando la agenda de los próximos días. Con la caída del presidente el gabinete de gobierno sería el siguiente en ser eliminado de la ecuación y eso, por desgracia, la incluía a ella. Había ascendido rápidamente en los últimos cuatro años hasta alcanzar el puesto de asesora presidencial. Resultaba algo digno de elogio en una sociedad en la que la meritocracia había sido uno de sus grandes objetivos y, al final, uno de sus mayores fracasos. Así, obtener ese nivel de responsabilidad por sus propios méritos convertía a Suzanne en toda una heroína para su época.

Sin embargo, a tenor de los últimos acontecimientos, su actual situación estaba muy cerca de cambiar, a peor.

Cerró la puerta del despacho tras de sí y se dirigió al ascensor cuando su terminal de comunicación integrado sonó.

  • ¿Qué haces llamándome a estas horas? – respondió Suzanne sin dejar a su interlocutor articular una sola palabra.- No es buen momento.
  • Suzanne es importante. Es el presidente. – El tono de Emily denotaba una mezca de preocupación y ansiedad.
  • ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?
  • Se lo han llevado al hospital.

Tras una breve charla Suzanne salió corriendo del Edificio Norte del Ministerio de Gobernación y se subió en su vehículo. Le indicó en pocos segundos la dirección de destino. Tras unos minutos de viaje, el bimotor se detuvo. Una luz roja le indicaba que se encontraban en los límites del Sector 1 de Gorgon y que, debido a las restricciones de su nivel de seguridad, no podría continuar.

Suzanne no podía creerse lo que estaba a punto de hacer. Iba a violar más de una ley federal y se convertiría en una proscrita. En tan sólo una hora todo su mundo había cambiado por completo. Una hora en la que había pasado de despedirse de un resignado presidente que acababa de dimitir a descubrir que había sido asesinado.

El viaje de Harold I

Harold salió de la zona de seguridad del Complejo Aureus II cuando el cielo todavía mantenía un intenso color violeta debido a las corrientes de viento del mar de Dromun. No se habían convertido en verdaderas Tormentas del Desierto de momento, pero los análisis de los drones satélite indicaban que la probabilidad de que eso ocurriera era alta.

Los pasos de Harold se detuvieron frente al segundo hemisferio del sector. A partir de ahí, lo sabía, estaría solo. Las comunicaciones se mantenían dentro del hemisferio gracias a un potente sistema energético que dependía del núcleo de fisión. Pero a pesar de los avances tecnológicos, no todo el planeta había podido ser terraformado. Existían grandes extensiones de terreno donde ningún ser humano había estado y sólo los sistema de reconocimiento aéreo se habían atrevido a internarse por aquellos inhóspitos parajes.

Era necesario, se repetía. Después de la caída de la República, el poderoso Senado de la Confederación había optado por la salida menos dialogada declarando el estado de prealerta bélico y movilizando las tropas hacia los sectores todavía fieles al extinto gobierno de la República. No quedaba esperanza, esto Harold lo tenía claro. Pero aún sin esperanza muchos humanos perecerían defendiendo unos ideales. Ideales por los que la humanidad en su totalidad había pasado siglos luchando, rebelándose contra los poderes de las élites gobernantes y arañando en cada zarpazo más y más derechos universales.

La esclusa se terminó de desconectar, el aire en Prius era prácticamente idéntico en composición al de la Tierra. Con el ciclo de dos soles cada 38 horas, la temperatura se mantenía en una cómoda oscilación entre los 19ºC y los 35ºC. Harold no temía a la características del planeta. Había sido entrenado en la Tierra bajo condiciones mucho peores y sabría desenvolverse. Lo que aterrorizaba a Harold era lo que vendría al llegar a su destino. Enfrentarse a la última batalla por la libertad de los seres humanos.

Nadie salvo él y unos cuantos elegidos más conocían la terrible verdad. Su último análisis lo había confirmado. Durante los últimos días Harold había rezado a todos los dioses que conocía porque hubiera un error de cálculo, porque sus datos tuvieran un fallo en la hipótesis y la realidad fuera una distinta. Cuánto habría disfrutado de una buena cerveza fría junto al Doctor Emmerit riéndose de su ocurrencia de haberse constatado que su teoría era falsa. Desgraciadamente los últimos datos habían no sólo corroborado sus mayores temores sino que les habían dado un cariz todavía mucho más dramático: la humanidad no sólo estaba siendo gobernada por una inteligencia artificial con un capacidad casi inconmensurable sino que lo había estado siendo durante los últimos doscientos años.

Y ahora, irremediablemente, está fría y analítica inteligencia, alejada de toda emoción humana, había decidido tras un concienzudo análisis matemático que debía prescindir de más del 80% de los seres humanos para mantener su viabilidad por encima de los márgenes tolerables.

Harold se disponía a intentar evitarlo.

A luchar contra un gigante. Como un David moderno contra un Goliath de hierro.