Venciendo fantasmas

No es el paso del tiempo,
el que nos lleva a crecer,
son sus golpes.

Y cada vez
que nos levantamos del suelo,
vencemos al miedo.

Últimamente despierto siempre con el peso de mis fantasmas asediandome. Y, en cada paso, me acompañan recordándome cruelmente mis fracasos.

Lucho contra ellos, créeme. Lo intento con todas mis fuerzas.

Pero son ya demasiados años soportando la pesada carga de sus miradas reprobatorias, de sus susurros en la noche, de las semillas de sus dudas.

Todo es un poquito más triste en cada paso. Como en un ocaso de otoño, la ciudad se va marchitando. Miro mi reflejo en la orilla de un río que ya no me recuerda. Un reflejo distorsionado, una vaga ilusión de lo que quise ser y no pude.

Un suave manto de niebla se posa sobre las calles en ese atardecer, donde los olores a paso del tiempo se mezclan con el amargo sabor de los sueños truncados.

Suena de fondo una acordeón que parece murmurar palabras melancólicas. Recuerdos adornados por el lento discurrir del tiempo. Cadáveres maquillados que no pueden ocultar sus miradas perdidas, sus sonrisas vacías, sus corazones secos de vida.

Y yo me alejo de todo y de todos, como queriendo huir hacia ninguna parte. Como intentando, en un último grito desesperado, encontrar la respuesta a todas las preguntas que alguna vez necesité responder.

Mundos pequeños

Perdida entre los recuerdos, una imagen brotó en su memoria esa mañana de primavera.

El viento se colaba por la ventanilla a medio abrir del coche. Era un viento frío pero agradable, un viento que anunciaba la llegada de los atardaceres con sabor a noche.
Su mirada vagaba sin rumbo entre las rendijas de los edificios mientras el sol se abría paso entre ellos. Una mirada que se mostraba a un mundo todavía por descubrir, por crear, por construir. Una mirada hacia la incerteza de lo desconocido. A veces inocente, a veces desafiante.

En los claroscuros de esa vida que comenzaba, él se resistió a romper el momento casi mágico con una frase intrascendente. Se regaló esos instantes silenciosos con ella, observándola desde la distancia. Tenían un mundo pequeño, de los que no aparecen en los mapas. Sus ciudades eran, en realidad, miradas cargadas de palabras. Sus cordilleras, las carcajadas que llenaban los silencios de una alegría con ganas de sobrevivir a todo. La fuerza y la pasión de sus mares, de sus ríos desbordantes, emergía en cada instante de intimidad compartida.

En ese mundo construido desde los cimientos del incomprensible destino, ellos dos entendían la vida como una suma, como un camino compartido. Como estar viajando a lomos de un tren con rumbo al infinito. El billete de un vuelo sin retorno en el bolsillo de su camisa y su mirada vagando, esta vez recorriendo la línea de un horizonte por alcanzar.

Pero nada sobrevive eternamente. La vida recuperó su frenético movimiento, ese momento mágico pasó. La rutina los confundió con los problemas más mundanos, más humanos. Pero de vez en cuando, como aquella mañana, ellos dos, sin decirse nada, volvían a ese pequeño mundo a medio construir, a pasear por alguno de sus rincones olvidados. Y entonces recordaban esas mañanas de primavera, donde el viento frío anunciaba la llegada de los largos atardeceres. Donde dos almas cualesquiera caminaban juntas por un rato, compartiendo el incierto camino por descubrir.

Contracorriente

En las mareas grises de un mundo anodino, es la rutina el único barco que surca las profundas aguas del día a día.

Reflejos especulares de caras iguales, de sonrisas fingidas, de instantes clonados que pretenden ser únicos. Miradas a ninguna parte, mensajes volátiles diluidos entre millones de letras con sentido pero sin emoción.

Quedan todavía héroes que se preguntan si ha llegado el momento de remontar la corriente en busca de finales distintos. Héroes anónimos que, lejos del ruido con olor a vida enlatada, han descubierto que la felicidad no la venden caras bonitas.

Y en los silencios entre millones de conversaciones sin fecha de caducidad, allá donde reside un pequeño paraíso oculto, muchos anhelan alcanzar objetivos que nunca se escribieron en muros digitales.

Tal vez para muchos es ya tarde. Tal vez para todos.

Pero mientras, algunos valientes nadan a contracorriente, alejándose de ese bucle infinito en el que el ego engorda mientras la mente se adormece.

Buscando la misma esencia del alma para sumergirse en sus misteriosas aguas, muy profundamente, muy lejos de esa superficie engalanada pero vacía.

Quizá allí, en la tempestuosidad más absoluta del ser, confluyendo las emociones como miles de mares embravecidos, uno pueda encontrar la calma verdadera a sus deseos de libertad.

El despertar de Arcadius II

Más allá de las remotas nebulosas de Caledonia, en las zonas inseguras de la Federación, existe un insignificante planeta que iba a convertirse en pieza fundamental del devenir del destino de la humanidad en nuestro tiempo.

Arcadius II, una exotierra descubierta en el año 350, perteneciente al sistema Subra, es habitable gracias a sus condiciones climatológicas análogas a la Tierra. Inmensos océanos azules cubren la mayor parte de su superficie, relegando la tierra firme a un escueto 5% del total.

Su descubrimiento se atribuye a la sonda espacial Aquiles III, lanzada por la Agencia Espacial Internacional en tiempos previos al Gran Concordato, cuando la exploración espacial no se regía todavía por las leyes federales.

Terraformado cinco años después, los primeros asentamientos datan del año 363, considerado año 0 en la cronología local.

Obtuvo el estatus de planeta no adscrito a la Federación en el 620 (año 257 para el planeta). Este estatus le permitía disponer de una posición alejada de las intrigas políticas y las guerras internas que sucedían en las regiones más pobladas de la Federación.

Con una industria autosuficiente y unas exportaciones casi inexistentes, Arcadius II era uno más de esos cientos de planetas que pasaron desapercibidos al radar de la Federación cuando el gobierno democrático fue depuesto.

Sólo que Arcadius II no era un simple planeta más.

El rincón de los caminos olvidados

En el rincón de los caminos olvidados uno encuentra todas las historias a las que nadie les pudo escribir el final.

Historias que enraizaron en los corazones de las personas y trataron de crecer aferrándose a los huecos que el pasar del tiempo les dejaba, pero que el destino, cruel en sus caprichos, decidió dejar incompletas, secando sus ramas.

En el rincón de los caminos olvidados languidecen con el lento transcurrir de una vida en las sombras. Como hojas de un arce en otoño, caen lentamente sobre un lecho de susurros.

Junto a ellas, se desvanecen en el oscuro océano de los quizás los miles de universos posibles que ya nunca serán.

En el rincón de los caminos olvidados suena la melodía de un piano que sabe a melancolía. Las flores se marchitan con el rocío de los recuerdos. Las novelas sin terminar observan un reloj que ya no marca las horas, con la única compañía de las miles de motas de polvo que cubren sus cubiertas. Y los sueños que se quedaron en sueños, respiran suspiros con olor a olvido.

Y así, una sensación de eterna calma se apodera de todos los objetos que habitan en ese rincón. Mientras ellos esperan, pacientes, a que algún día alguien vuelva y termine de contarles al oído el final de la historia, a que unos pasos transiten de nuevo sus caminos para llevarlos a algún sitio, los engranajes de un mundo que ya no les recuerda, siguen girando.

 

Tempestades

Son tus vientos, llenos de calma, los que anidan en mi pecho cada mañana.

Lejanos y casi olvidados quedan ya los sombríos tiempos de mareas.

De idas y venidas a ninguna parte, perdidos en la inmensidad de la nada.

Porque ya nada queda si no es contigo, ya nada soy sin que tú seas.

 

Larga la vida que nos abraza en el tiempo

Larga la despedida del que ya no camina

Largo el sendero de esta, nuestra vida,

mi guía es el faro de tus ojos de fuego.

 

Tempestades lejanas, duras y sombrías

caían del cielo roto en épocas tardías

nada queda ya, tan sólo un recuerdo ligero

y la arrebatadora certeza de que te quiero.

Que s’ensorri el món.

Quan es fa de dia a la ciutat dels adormits,
tothom persegueix les hores.

Mai no s’adormen els despertadors.
Mai no es desperten les persones.

I en algun racó d’aquest desastre el matí és un sastre que amb el sol i la persiana embasta un vestit de llum sobre el teu cos.
Tu i jo seguirem dormint i allargarem el somni de la nit com un borratxo que balla mentre desmunten l’orquestra.

Que a fora s’ensorri el món.
Que caiguin mil tempestes.

Desfarem amb els peus, a poc a poc, les onades de la pressa.
Que s’ensorri el món.

Sentado en silencio, pensándote a gritos

En el mismo instante en el que el agua acariciaba mis pies, haciéndolos hundirse brevemente en las arenas de una playa cualquiera, te recordé sin conocerte.

La suave brisa de una mañana de junio jugaba a aparecer de vez en cuando, junto con los rayos de un sol imponente. Rayos que dibujaban formas imposibles en nubes de miles de colores.

Te recordé en las sonrisas que me habrías de conceder, casi por derecho divino. En los besos que perderían mi mente en laberintos donde todos los caminos condujesen a ti.

Sentí el olor del mar. Del inmenso mar, poderoso y solitario, que tantas veces había sido mi único compañero. Paciente al escuchar mis sueños, comprensivo cuando le relaté mis fracasos.

Ahora el mar hablaba de ti, de los momentos que estaban por venir. Los viajes, las aventuras, los abrazos bajo cielos de otro tiempo. Me susurraba palabras que desconocía, emociones que no comprendía, mientras me tranquilizaba diciéndome que llegaría el día en que todo tendría sentido.

Y ese día llegó.

Y aquí estoy, de nuevo frente a ese mar inconmensurable, sumergido en un océano de emociones, navegando sobre las olas de sentimientos que ya, ahora sí, he podido comprender.

Y aquí sigo, sentado en silencio, pensándote a gritos.

Los guerreros del norte

Caían las primeras nieves del año en Dorah.

El príncipe acababa de abrir los ojos e intentaba alejar de sí los pensamientos oscuros que asolaban al reino.

Dorah había firmado una alianza con el imperio merriense. En realidad hablar de negociaciones y de firma de tratados se acercaba más a una obra de teatro que a lo que realmente había sucedido. El Imperio Merr había subyugado a los pueblos de alrededor con su sorprendente y recién adquirida capacidad militar.

Y aquel que había rubricado el tratado para Dorah había sido el príncipe Kalar.

Kalar II, príncie de Dorah, heredero del trono de uno de los reinos más antiguos de todo occidente, había terminado hincando la rodilla ante el emperador de Merr.

Intentó alejarse de esos sombríos pensamientos cuando su mayordomo entró apresurado.

– Alteza, tenemos problemas.
– Siempre hay problemas querido Yokar, ¿qué sucede?
– Guerreros del norte.

Tres palabras, tan simple como eso, capaces de destruir todo lo que Kalar amaba. Las hordas de guerreros del Northaestia habían llegado a los límites del reino de Dorah.

Después de todo, parecía que el tratado con los merrienses se iba a mostrar útil antes incluso de lo que Kalar esperaba.

– ¿Cuántos?
– Se dice que más de ocho mil.

El silencio inundó la sala por un instante, dejando flotando en el aire la desproporcionada cifra. Sumando los ejércitos de los reinos que rodeaban Dorah, difícilmente alcanzarían los cinco mil soldados.

– Prepara las palomas Yokar. Necesitaremos informar al emperador y a los senescales cuanto antes. Debemos estar listos.
– Como ordene, alteza.

Yokar se marchó presto a cumplir con su cometido dejando a Dorah sumido en sus reflexiones. Su padre, abandonado en una enfermedad tan incurable como interminable, ostentaba la corona pero no gobernaba el reino. Sobre los jóvenes hombros del príncipe recaía ahora la responsabilidad de miles de personas. El destino así lo había querido y Dorah, lejos de estar nervioso, aceptaba su sino con el aplomo de los grandes señores.

Con la dignidad del que sabe cual es su sitio en la historia.

Miró por la ventana. Había dejado de nevar.

No te miraba a los ojos

El sol terminaba de acariciarte las mejillas aquella mañana cualquiera, en esa vida que ya no se regía por el tiempo.

Me acerqué y me fundí contigo en un abrazo eterno, como queriéndote decir que siempre sería así, nuestra historia. Más allá de los devenires que trajera la Providencia, sería nuestra: tuya y mía.

Recuerdo aquellos momentos ahora, mirando la ténue línea que separa el pasado del futuro, cuando el peso del primero hace ya años que superó a las expectativas del segundo.

Navegando entre las memorias vienen a mi las imágenes de aquel primer mes, donde este cuento comenzó a escribir sus primeras palabras. Y esbozo una sonrisa cargada de historias mil veces contadas cuando recuerdo que me decías que no te miraba a los ojos.

No te miraba a los ojos porque en su anhelante profundidad me perdía. En tu mirada encontré cobijo a mis temores, a mis deseos. Era una mirada fuerte, llena de un caracter forjado con las idas y venidas de una vida a veces cruel. Una mirada cargada de ilusión. Fue tu mirada la que me habló de futuros, de miedos, de destino y de amor. Una mirada por la que perdí el miedo a apostarlo todo y perder.

No te miraba a los ojos porque, tras las máscaras, tras el juego de luces, todavía yacía el pequeño yo, aquel que titubeaba ante cualquier giro extraño de la vida. Un ser que se sentia insignificante, débil, incapaz de creer en nada ni en nadie. Lo tomaste de la mano y le susurraste miles de cuentos que alimentaron su alma. Gracias a ti creció, y creció tanto que un buen día dejó de tener miedo.

No te miraba a los ojos porque mis ojos miraban más allá, hacia las miles de nuevas historias que quería vivir contigo, hacia todo aquello que el destino nos tuviera preparado. Miraban hacia cielos estrellados una noche de verano, plagados de sonrisas y de sueños de conquistar el mundo. Miraban hacia pequeñas sonrisas, pequeñas miradas, pequeños pasos de futuros todavía por descubrir.

No te miraba a los ojos porque no hacía falta.

Porque en cada gesto.
En cada abrazo.
En cada beso.

Tenías la respuesta.