Epílogo

Cae la noche y en la casa solo resuenan los sonidos que te recuerdan.

La llegada del otoño acelera el ocaso y, con él, son las sombras las que invaden los rincones que antes llenábamos juntos.

Sombras que, en la oscuridad, susurran historias de otro tiempo, jugando a engañar a la mente y al corazón.

Largo es el camino del olvido. Larga la senda donde ya nadie espera.

Lejos quedan ya los ecos de nuestras risas, aquellas con las que nos creímos dueños de este mundo. Y en las páginas mojadas de nuestro diario, solo se leen palabras con sabor a sueños rotos.

Hoy solo me queda saltar al vacío oscuro de la incertidumbre de lo que está por venir. Y mientras caigo por el abismo, aferrarme fuerte a cada instante en el que fuimos, los dos, eternos por un rato.

Miro a través de esa ventana que un día iluminó nuestras esperanzas y recuerdo cuando el sol nos descubrió planeando futuros a escondidas. Recuerdo entonces perderme en tu mirada, en el azul sin fin de tus ojos, recuerdo perderme dando pasos en cada uno de tus lunares. Y en esa oscuridad tuya, me lancé a llenar de luz todos tus espacios.

Recuerdo, recuerdo, recuerdo…

En el mar infinito de las historias contadas, esos recuerdos yacen ya para siempre.

Mientras nado entre ellos, el sol termina por dar su último adios a esta historia que un día creí inmortal. Y la luna de este otoño que empieza, ya ha comenzado a cambiar de orden las estrellas.

Esas estrellas que te contaban cuentos que acababan siempre con un te quiero.

Esas mismas, esta noche, dibujan un hasta siempre en el cielo.

Sonrisas

Eran tantas.

Todas diferentes.

Todas con esencia propia. Encerrando deseos, susurrando destinos.

Llevaba guardadas en la mochila las miles de sonrisas que la vida le había ofrecido en su lento caminar. Sonrisas que sabían a instantes para el recuerdo, gloriosos, eternos. Sonrisas tímidas, que apenas habían permanecido en el rostro unos segundos. Sonrisas bañadas en las lágrimas que maridan las cosas por las que la vida merece ser vivida.

Ante el abismo de la incertidumbre, donde la densa oscuridad alberga los miedos más profundos, los sueños se nutren de esas sonrisas recordadas, de esos momentos que nos proyectan futuros por vivir, y permanecen en pie a pesar de todo.

De esas sonrisas nace la esperanza. El motor indestructible de nuestra especie.

De esa esperanza viven nuestros anhelos, que nos alimentan la mente y nos empujan a vivir una vida plena.

Somos porque anhelamos. Vivimos porque en lo más hondo de nosotros, en nuestra esencia, no dejamos de buscar.

Esa es nuestra razón de ser, pequeño, le había dicho un buen día su abuelo. Vagamos en la vida sumidos en una interminable búsqueda de momentos con los que llenar de sonrisas nuestra mochila.

Así que sonríe.

Sonríe.

Sonríe…

Fantasmas en la noche

Caminaba aquella tarde entre los abedules del mismo bosque donde, años atrás, sus padres habían inmortalizado los momentos previos a su nacimiento. La luz del sol jugueteaba con las hojas, llenando de miles de estrellas de luz el frondoso suelo.

En aquel paraje de cuento, el tiempo parecía no existir. Así, pasado, presente y futuro se unían en una comunión infinita, en un único punto donde el mundo hacía mucho había dejado de importar.

Sus pensamientos volaban entre los recuerdos del amargo pasado y las incertidumbres del dudoso futuro, sin percatarse de si era el ayer o el mañana quien le susurraba las historias.

Ensimismado en reflexiones sin destino claro, sus pasos le llevaron hasta una pequeña cima, alejada de toda vida, desde la que pudo disfrutar de la vista de los eternos campos de trigo bailando al son del viento.

Una sinfonía de colores, olores y memorias. Una dulce canción de cuna con el sabor agridulce que traen consigo los momentos felices que ya se fueron.

Y justo después, el silencio.

El silencio que no cuenta nada, porque nada tiene que decir. El silencio que gritan las personas cuando las lágrimas les arrancan las palabras. El silencio con el que los fantasmas se disfrazan en la noche de ilusiones prestas a marchitarse.

Con los últimos rayos de sol, se dispuso a volver.

En el ocaso de aquella vida que ya no era suya. En la caída de la noche más oscura, donde ni las estrellas más brillantes alivian la profunda sinrazón de la tristeza. En el final de un día que a penas tuvo tiempo de iluminar las miradas de los girasoles.

Allí, entre los abedules que la traían memorias de otros tiempos, cerró los ojos por un instante y abrió por primera vez su corazón.

Lluvias en agosto

Caían las primeras lluvias anunciando el cambio de estación.

En aquella tarde calurosa en la que el verano quería estirar sus días, negándose a dejarle paso al frío, ella miraba al lejano horizonte que se extendía ante ellos.

Él, mientras, se mecía plácidamente mientras pasaba con lentitud las páginas amarillentas de un libro plagado de olor a recuerdos.

Habían pasado ya demasiados años. Años colmados de historias que se habían instalado en su memoria.

La vida había continuado el viaje. Un viaje eterno hacia ninguna parte. Y ellos, meros espectadores de una historia ajena, disfrutaban ahora del ocaso de sus días.

En el reflejo de sus miradas, miradas nostálgicas, miradas que volaban entre pasados coloreados por el paso del tiempo, uno podía saborear la tristeza en su esencia más pura.

Las delicadas páginas de ese libro le susurraban palabras tiernas, palabras que calmaban la herida abierta que tienen aquellos a los que el paso del tiempo los aleja de todo lo que un día les hizo felices.

Las finas gotas de la lluvia veraniega acariciaban su delicada piel mientras su mirada se perdía en los confines de la tierra y su mente vagaba entre los legajos que su memoria era capaz de mantener intactos.

Perdidos ambos en la vasta inmensidad de una vida carente de guía, al borde del abismo que es la desesperanza por el incierto futuro, tuvieron un instante de lucidez, y, al unísono, se miraron como recordándose por primera vez.

Y sonrieron, respondiendo a una pregunta que nadie había hecho.

Sí, cada segundo, mereció la pena.

El largo adios

Siempre que terminaba una historia, seguía el mismo ritual. Acariciaba la hoja de papel, como queriendo rendir el máximo respeto a las palabras allí escritas. Sorbía un poco más de café y dejaba que un pensamiento, siempre el mismo, le embargara: en el aire de aquella pequeña habitación, flotaban todas las palabras sin escribir, todas las historias sin contar.

Al cerrar el último de los capítulos de ese relato, sentía las miradas de aquellas personas imaginarias o imaginadas que ya nunca tendrían su rincón en la realidad. Miradas tristes, lejanas, algunas incluso inquisidoras. Miradas que le reprochaban el olvido, tal vez la falta de valor para concederles el don de la vida eterna.

En las hebras de un destino maldito, bailaban con pies descalzos las almas de aquellos que nunca serían. Condenados por decisiones, por casualidades, por instantes que no sucedieron.

Y, de repente, el pensamiento se diluía, desapareciendo tan silenciosamente como había llegado. Dejándole con el sabor amargo que dejan las despedidas para siempre.

Él se abrazaba a la esperanza del amanecer del nuevo día. De una nueva historia que contar. Y, poco antes de despuntar los primeros rayos del sol, soñaba despierto a construir un futuro lleno de nuevas miradas que descubrir.

El fin de la eternidad

Las olas rompían contra las rocas en un concierto de sonidos y reflejos. La ira de un mar hambriento lanzaba sus gritos contra la costa.

Sus pies sorteaban el agua como queriendo evitar lo inevitable. Mientras, a lo lejos, el sol luchaba por permanecer unos instantes más sobre el manto de azules infinitos.

Frente aquel inmenso paisaje, en el epílogo de una historia de luces y sombras, quiso caminar unos pasos más, tal vez para saborear por última vez el salitre de aquella playa que una vez sintió como suya.

Y, entre los remolinos, alcanzó a ver los destellos de un pasado lleno de figuras que quisieron ser pero no fueron.

Tal vez por cobardía.

Tal vez porque así debía ser.

Tal vez, porque toda eternidad ha de tener un final.

Miradas olvidadas

Caía la noche en esa ciudad que parecía no dormir nunca, cuando me encontré en medio de un río de personas. Todas ellas con la misma expresión inerte en el rostro. Todas ellas con una mirada desprovista de alma.

Pareciera como si sus vidas, guiadas por hilos invisibles desde un cielo desconocido, carecieran del más mínimo valor.

Deambulaban entre angostos pasillos, entrando y saliendo de vientres de gusanos infinitos que los movían de lugar, aunque ellos permanecieran anclados en una tristeza perpetua.

En sus caras observé, aterrado, la expresión de una existencia anodina. Carente de ilusión. Alejada de las emociones más básicas. Vacía.

Su sueños hacía ya tiempo que se habían marchitado dejando lugar a un mar de preocupaciones sin fin, donde navegaban con la calma cansada del barco que no sabe ya a dónde se dirige.

Por un momento quise gritarles, quise recordarles cuando, de niños, construyeron castillos en un cielo infinito. Quise contarles de lugares a los que llegar, de fantasías que vivir.

Pero, de repente, el reflejo del cristal me devolvió una expresión tan vacía como las demás, una mirada olvidada más.

La caída de los gigantes

Los sonidos de una naturaleza en calma se colaban por los rincones de aquella casa olvidada. La quietud reinaba allá donde uno posase la vista. Sobre los muebles, recuerdos de tiempos mejores permanecían impasibles. Nada había cambiado desde entonces. Como si de una fotografía antigua se tratase, solo el polvo en suspensión parecía querer romper con esa sensación.

Caía ya la noche en el corazón de un hogar marchito. Lejanos quedaban ya los gritos de alegría que llenaban cada estancia. Lejanos los atardeceres frente a la pequeña iglesia, esperando a que la noche diera un respiro a la densa calina de aquellos días de verano, entre risas y vasos de vino.

En el otoño de ese linaje, las lágrimas sustituyeron a las hojas de los fuertes robles, cayendo lentamente, hasta convertirse en un manto sobre el que caminar se hizo complicado.

Ya sólo quedaban los ojos angustiados de quien ha visto toda una vida pasar ante si y espera paciente la hora de partir. De quien una vez fue gigante con pies de barro.

En su caída está la caída del hombre moderno, está su éxito y su fracaso. Su destino.

El destino de todos.

Amistad

Son las palabras, muchas veces, las que colorean nuestra realidad.

Hay palabras duras, tristes, crueles, que tiñen de oscuridad nuestros momentos, que realzan la parte amarga de la vida.

Las hay también alegres, llenas de energía, luminosas, capaces de abrir de par en par las ventanas de nuestro interior e inundarnos de la esencia que nos hace humanos.

Existe, no obstante, una palabra que es la mezcla de muchas. Que trae consigo sabores a instantes tristes, intensos, bañados por las lágrimas. Pero que, al mismo tiempo, es capaz de despertar de nuestro interior la ternura más absoluta, la belleza más sincera, la que viene sin aditivos. Nos acerca la esperanza por un futuro mejor.

Si las palabras tienen rostro, Amistad eres tú.

Con cada gesto de cariño desde los inicios. Aquellos en los que, tímidamente, aprendí a sentir. Con cada momento de duda para los que tuviste una respuesta a tiempo. Con cada riña, con cada discurso interminable, con cada reflexión concienzuda acerca de la vida.

Mucho tiempo después, entendí verdaderamente su significado. Más allá de los hombros dispuestos a aceptar lágrimas, tras las manos que siempre estarán para levantarnos de suelo. Atravesando los instantes en los que dos almas deciden contárselo todo, existe un pequeño lugar escondido, donde el tiempo deja de tener sentido, donde pasado, presente y futuro conviven. Allí, en ese lejano paraje, no existen las palabras porque una mirada basta para comprenderse. Las emociones no se explican, se sienten. El destino se torna simple, obvio.

Y cuando uno, tras una vida de saltos y caídas, de sonrisas al viento y lágrimas escondidas, regresa un buen día a ese lugar intemporal, se siente como aquellos labradores de antaño, que tras una dura jornada de trabajo, volvían al abrigo de su hogar.

La calidez del sol de media mañana, la calma de una tarde frente al mar, el cariño de un abrazo eterno.

Sentirse, de nuevo, en casa.

Nubes de papel

El frío de una mañana cualquiera se colaba entre los huecos de esa ventana entreabierta, haciendo bailar las cortinas con la suave calma de las cosas que nunca tendrán prisa.

El sol comenzaba a alumbrar hasta los rincones más oscuros de la habitación, como queriendo desnudarla por completo, convirtiendo ese instante de contemplación en un momento casi mágico.

Ecos de recuerdos que se mezclaban con el sonido de la melodía eterna del presente. El aquí y el ahora luchando por permanecer por siempre, anhelando ser al mismo tiempo pasado y futuro.

Construimos nuestra vida de esos legajos, de esas frases escritas sobre un viento cambiante, donde los siempres nunca son eternos y los nuncas siempre terminan siendo por un rato. Quisimos volar a cielo abierto y tocar con los dedos nuestros sueños. Y sobre nubes de papel, nosotros, confiados de nuestra suerte, creímos ser dueños de nuestro destino.

Un destino que nos dio a elegir, frente al gran abismo de un porvenir desconocido, entre la calma de una cotidianidad anodina y una lucha sin cuartel entre dos mundos, entre dos miradas, entre dos formas de saltar al vacío de la vida.

Elegimos ser nosotros. Tú y yo.