Caía la noche en esa ciudad que parecía no dormir nunca, cuando me encontré en medio de un río de personas. Todas ellas con la misma expresión inerte en el rostro. Todas ellas con una mirada desprovista de alma.
Pareciera como si sus vidas, guiadas por hilos invisibles desde un cielo desconocido, carecieran del más mínimo valor.
Deambulaban entre angostos pasillos, entrando y saliendo de vientres de gusanos infinitos que los movían de lugar, aunque ellos permanecieran anclados en una tristeza perpetua.
En sus caras observé, aterrado, la expresión de una existencia anodina. Carente de ilusión. Alejada de las emociones más básicas. Vacía.
Su sueños hacía ya tiempo que se habían marchitado dejando lugar a un mar de preocupaciones sin fin, donde navegaban con la calma cansada del barco que no sabe ya a dónde se dirige.
Por un momento quise gritarles, quise recordarles cuando, de niños, construyeron castillos en un cielo infinito. Quise contarles de lugares a los que llegar, de fantasías que vivir.
Pero, de repente, el reflejo del cristal me devolvió una expresión tan vacía como las demás, una mirada olvidada más.