El viaje de Harold I

Harold salió de la zona de seguridad del Complejo Aureus II cuando el cielo todavía mantenía un intenso color violeta debido a las corrientes de viento del mar de Dromun. No se habían convertido en verdaderas Tormentas del Desierto de momento, pero los análisis de los drones satélite indicaban que la probabilidad de que eso ocurriera era alta.

Los pasos de Harold se detuvieron frente al segundo hemisferio del sector. A partir de ahí, lo sabía, estaría solo. Las comunicaciones se mantenían dentro del hemisferio gracias a un potente sistema energético que dependía del núcleo de fisión. Pero a pesar de los avances tecnológicos, no todo el planeta había podido ser terraformado. Existían grandes extensiones de terreno donde ningún ser humano había estado y sólo los sistema de reconocimiento aéreo se habían atrevido a internarse por aquellos inhóspitos parajes.

Era necesario, se repetía. Después de la caída de la República, el poderoso Senado de la Confederación había optado por la salida menos dialogada declarando el estado de prealerta bélico y movilizando las tropas hacia los sectores todavía fieles al extinto gobierno de la República. No quedaba esperanza, esto Harold lo tenía claro. Pero aún sin esperanza muchos humanos perecerían defendiendo unos ideales. Ideales por los que la humanidad en su totalidad había pasado siglos luchando, rebelándose contra los poderes de las élites gobernantes y arañando en cada zarpazo más y más derechos universales.

La esclusa se terminó de desconectar, el aire en Prius era prácticamente idéntico en composición al de la Tierra. Con el ciclo de dos soles cada 38 horas, la temperatura se mantenía en una cómoda oscilación entre los 19ºC y los 35ºC. Harold no temía a la características del planeta. Había sido entrenado en la Tierra bajo condiciones mucho peores y sabría desenvolverse. Lo que aterrorizaba a Harold era lo que vendría al llegar a su destino. Enfrentarse a la última batalla por la libertad de los seres humanos.

Nadie salvo él y unos cuantos elegidos más conocían la terrible verdad. Su último análisis lo había confirmado. Durante los últimos días Harold había rezado a todos los dioses que conocía porque hubiera un error de cálculo, porque sus datos tuvieran un fallo en la hipótesis y la realidad fuera una distinta. Cuánto habría disfrutado de una buena cerveza fría junto al Doctor Emmerit riéndose de su ocurrencia de haberse constatado que su teoría era falsa. Desgraciadamente los últimos datos habían no sólo corroborado sus mayores temores sino que les habían dado un cariz todavía mucho más dramático: la humanidad no sólo estaba siendo gobernada por una inteligencia artificial con un capacidad casi inconmensurable sino que lo había estado siendo durante los últimos doscientos años.

Y ahora, irremediablemente, está fría y analítica inteligencia, alejada de toda emoción humana, había decidido tras un concienzudo análisis matemático que debía prescindir de más del 80% de los seres humanos para mantener su viabilidad por encima de los márgenes tolerables.

Harold se disponía a intentar evitarlo.

A luchar contra un gigante. Como un David moderno contra un Goliath de hierro.

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