El sol terminaba de acariciarte las mejillas aquella mañana cualquiera, en esa vida que ya no se regía por el tiempo.
Me acerqué y me fundí contigo en un abrazo eterno, como queriéndote decir que siempre sería así, nuestra historia. Más allá de los devenires que trajera la Providencia, sería nuestra: tuya y mía.
Recuerdo aquellos momentos ahora, mirando la ténue línea que separa el pasado del futuro, cuando el peso del primero hace ya años que superó a las expectativas del segundo.
Navegando entre las memorias vienen a mi las imágenes de aquel primer mes, donde este cuento comenzó a escribir sus primeras palabras. Y esbozo una sonrisa cargada de historias mil veces contadas cuando recuerdo que me decías que no te miraba a los ojos.
No te miraba a los ojos porque en su anhelante profundidad me perdía. En tu mirada encontré cobijo a mis temores, a mis deseos. Era una mirada fuerte, llena de un caracter forjado con las idas y venidas de una vida a veces cruel. Una mirada cargada de ilusión. Fue tu mirada la que me habló de futuros, de miedos, de destino y de amor. Una mirada por la que perdí el miedo a apostarlo todo y perder.
No te miraba a los ojos porque, tras las máscaras, tras el juego de luces, todavía yacía el pequeño yo, aquel que titubeaba ante cualquier giro extraño de la vida. Un ser que se sentia insignificante, débil, incapaz de creer en nada ni en nadie. Lo tomaste de la mano y le susurraste miles de cuentos que alimentaron su alma. Gracias a ti creció, y creció tanto que un buen día dejó de tener miedo.
No te miraba a los ojos porque mis ojos miraban más allá, hacia las miles de nuevas historias que quería vivir contigo, hacia todo aquello que el destino nos tuviera preparado. Miraban hacia cielos estrellados una noche de verano, plagados de sonrisas y de sueños de conquistar el mundo. Miraban hacia pequeñas sonrisas, pequeñas miradas, pequeños pasos de futuros todavía por descubrir.
No te miraba a los ojos porque no hacía falta.
Porque en cada gesto.
En cada abrazo.
En cada beso.
Tenías la respuesta.