Testigos inertes de un juego de sombras y luces, de noches y días, de idas y venidas.
Ellas, figuras esbeltas, inmóviles, parecen observar desde las alturas el lento paso del tiempo.
¿Cuántas historias habrán caminado a su abrigo? Iluminadas de noche, mudas de día. Y como las gotas de agua al caer sobre la inmensidad del mar, todos esos instantes llegando sólo para desaparecer.
Historias corrientes, historias que hablan de vida, de las alegrías y las penas más mundanas. Lejos de la épica de las novelas de héroes inmortales. Historias sencillas, que nos habrían convencido de que todos vivimos los mismos fracasos, que soñamos los mismos sueños.
A veces me pregunto si eso es lo que necesitamos, en verdad. Si lo que nos hace falta, de una vez por todas, es darnos de bruces con la realidad de no ser importantes. De que el único lector de nuestra novela somos nosotros mismos. Que la vida no gira, ni se mueve, ni nos debe, nada, a nosotros.
Entonces me da por pensar en ellas, altivas, mirándonos por encima de nuestras cabezas, sonriéndose de su privilegiada posición, jactándose de nuestra incomprensible rareza. Pensando para ellas acerca de esos problemas imposibles de resolver que pasean una y otra vez, yendo y viniendo, noche tras noche, mañana tras mañana, para acabar, como acaban los ríos, desembocando en el océano de la irrelevancia.
Pero nunca lo entenderemos. Inmersos en nuestra pequeña gota de agua, llenamos el espacio de nosotros mismos, cegándonos, incapaces de ver que a nuestro lado caminan los mismos ojos tristes, las mismas lágrimas, los mismos pasos torpes.
Y nos sentimos solos, rodeados de miles de personas como nosotros.