Si algo está trayendo consigo esta cuarentena es que nos está obligando a enfrentarnos, con crudeza, sin ambages, frente a frente, con la versión más fría de nuestra propia existencia.
Yo noto como cada día que pasa, cada día que despojo de una capa de barniz a esta personalidad desconocida, me voy haciendo más y más pequeño.
He pasado, en un abrir y cerrar de ojos, de querer conquistar los cielos a luchar por no caer rendido ante el peso de la propia vida.
Encerrarse consigo mismo entre cuatro paredes hace que todo lo que pasa más allá de ellas pierda importancia, como si se tratara de otro tiempo, de otra vida.
Y sucede algo curioso: la mente empieza a jugar con los recuerdos, decidiendo en cada momento la receta de emociones que vamos a tener de menú durante el día.
Ahora los atardeceres llegan a deshora, como sin saber muy bien si es el momento idóneo para aparecer.
Noche y día se mezclan, sin reconocerse, sin entenderse, para obligarse a tachar un día más en esta extraña cuenta atrás a ninguna parte.
Lo peor de esperar la nada, lo peor de la incertidumbre de incluso cuánto durará la espera, es la desazón de saber que mañana, en la caída del sol, en las últimas horas de un nuevo día, tendremos que enfrentarnos de nuevo al gigante con pies de barro en quien nos hemos convertido.
Y que volveremos a perder.