Las mañanas de capuchino y tortitas, cuando los desayunos se convierten en un acontecimiento importante y se les guarda el respeto que siempre se merecieron.
La sonrisa de tu padre los sábados a medio día, una mezcla deliciosa de felicidad y melancolía que te recuerda al labriego que después de toda una vida de esfuerzos, se sienta plácidamente en el zaguán de su casa y disfruta del lento discurrir del tiempo.
Las copas de vino que te tomas a solas, regalándote ese momento que te hace sentir en la cima de la humanidad.
Suena casi hasta poético. Años y años de evolución, de variaciones genéticas aleatorias que nos adaptaban mejor al medio, para terminar regocijándote frente al epíteto de la sociedad moderna: la soledad.
Notar como pierdes la noción del tiempo entre las palabras de un libro. Sentir como te desdibujas para ir encontrando pedazos de ti en frases de novelas de caballería, de viajes en el espacio, en relatos de otros tiempos, de otras vidas.
Pasear entre el sonido de zorzales camino de lo que siempre será el huerto de tu abuelo. Dejando que la naturaleza se cuele a empujones por todos los pliegues de tu cuerpo. Sentir que no importa lo que pase, que ahí tendrás tu lugar en el mundo.
Esas tardes donde los naranjas se cuelan en el comedor y bañan de filtros propios de Instagram la estampa de Luna disfrutando de una de sus innumerables siestas. O cuando la noche nos descubre compartiendo sueños en el sofá.
Soy un hombre de gustos sencillos, de pequeñas cosas favoritas.
En esto le tengo que agradecer mucho a la vida, que me ha hecho aprender, de un modo u otro, a saborearlos todos.
Desde la dulce carcajada de mi madre cuando conseguimos hacerle reír, hasta lo amargo de las despedidas de tiempos que entiendes que ya no volverán.
Y entre todos ellos, tengo uno predilecto, uno de esos secretos placeres que siempre acuden prestos a arrancar sonrisas en los días apagados, que aparecen para llenarte el pecho de aire y empujarte de nuevo al tren de la vida.
Adoro soñarte despierto.