Playa de arena negra

El oleaje rompía contra las rocas de la playa lanzando al aire miles de gotas de agua de mar. Ella me hablaba de la silueta de una monja y de saltos al vacío. De personas que se despedían de una vida que no querían. Yo no podía dejar de mirarle los ojos.

Esos dos ojos eran un pozo donde no se llegaba a ver el fondo. Parecían esconder la historia de decenas de vidas, de cientos de instantes, inquietos, inseguros, pero cargados de ganas de comerse el mundo a mordiscos.

Esos dos ojos hablaban por sí mismos. Uno no puede evitar perderse en unos ojos así. Lo digo en serio. Te llevan de la mano y te sumergen, empapan tu mundo, te cambian. Tratas de navegar a contracorriente, pero es inútil, te arrastran a lo más profundo e insondable del alma humana.

Así que me perdí, una y otra vez. Me dejé llevar por el vaivén de las olas rompiendo contra la costa. Por el arrullo de los pájaros que paraban por un rato en su camino hacia el hogar. Por la música de sus palabras al contar historias de su isla.

Y entonces desperté de nuevo en esa playa de arena negra.

Hay momentos como aquel, donde todo deja de ser por un rato y solo importa el azabache de unos ojos hablando de ganas de vivir la vida.