Londres

Recuerdo bajar del avión nervioso. Siempre lo estoy al llegar a algún lugar desconocido. Mi cabeza se llena de mil preocupaciones y parece desconectar de la realidad. Recuerdo aquella cola para comprar el ticket del metro, que era en realidad una tarjeta. ¡Que modernos son estos ingleses!, pensé. Desde que nos ganaron la batalla de Trafalgar, hay demasiado complejo de inferioridad con ellos. Recuerdo sonreír. Y sonreírle. Ahí todavía quedaba una especie de residuo de la ilusión que debería acompañar a los viajes. 

Todavía la miraba con los ojos de un niño antes de irse a dormir la noche antes de Reyes. Todavía creía en un nosotros posible. 

Y sin embargo recuerdo un Londres triste. Apagado. Pese a ser pleno verano, pese a que el sol inglés se parecía mucho al valenciano. Pese a las mangas cortas y los infinitos turistas que llenaban de color las calles. Era un Londres que no sabía a nada. Fugaz.

En un instante abríamos la puerta de ese pequeño loft en Shoreditch y al siguiente hacíamos tiempo en una pequeña taberna en pleno Picadilly. Llovía. O así he guardado esos momentos en mi memoria. 

Fue un fin de semana gris. Donde las lágrimas ya ganaban a las carcajadas. Donde el choque de dos trenes que nunca estuvieron cerca de cruzarse en el camino, incendiaba a su paso lo poco que habíamos construido. 

Recuerdo mirar a través de la pequeña ventana de la cocina de nuestro piso alquilado y ver a las personas caminar. Una pareja paseaba de la mano, él parecía deshacerse con los gestos simpáticos de ella. ¿Tan complicado era tener algo así?, me pregunté. 

Luego vinieron Camden y esa misma charla, esas mismas palabras que llevaban a ninguna parte. Ese querer ser un salmón emocional y pretender remontar el río a contracorriente. Vino el tren de vuelta, su mirada perdida a través del cristal, como recordando tiempos mejores. Nunca llegué a entenderla de verdad. 

Pero, sobretodo, recuerdo mi último instante en suelo inglés. Allí, parados, esperando en la cola para subir de nuevo al avión que nos alejaría del Londres gris que parecía habernos roto para siempre. Allí, en medio de mi propia guerra interna, estuve a punto de echarme a llorar como un niño. 

Como cuando Passenger dice en Survivors eso de «Are there any survivors? Am I here alone? Am I on my own?», jamás me sentí tan solo como en aquella pista de aterrizaje de Londres.

En Londres aprendí que la peor de las soledades no es, necesariamente, aquella en la que no tienes a nadie a tu lado con quien compartir tus momentos.

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