Aunque suene mucho a mensaje en una galleta de la fortuna, las mejores aventuras suelen nacer de un salto al vacío. O, como poco, dando un paso adelante.
La vuelta desde el aeropuerto de Cracovia fue ese momento de revelación que hizo que se me pasara por la cabeza, por primera vez, la posibilidad de lanzarme de mi propio puente personal.
Había sido ese un verano atípico. Mientras la Selección naufragaba estrepitosamente devolviéndonos a nuestro estado natural en los mundiales, yo me andaba cuestionando las preguntas filosóficas fundamentales a los treinta, que son, básicamente, qué narices estás haciendo con tu vida.
Vivía todavía a caballo entre la euforia de verme libre de una vida que no quería para mi y la incapacidad manifiesta de saber qué andaba buscando.
Fue tras los chupitos de vodka con pimienta, tras esa exaltación de la amistad eterna que suele llegar a las cinco de la mañana. Tras la noche de una ciudad europea abierta al balcón del mundo.
A la mañana siguiente, paseando entre bicicletas y tranvías, ya de camino al aeropuerto, me dio por pensar.
Las reflexiones profundas me suelen venir los días de resaca. Y no hay peor resaca emocional que la vuelta de un viaje con amigos.
Así que, mientras sobrevolábamos Europa, llegué a la conclusión de que igual era momento de hacer algo que me apeteciera de verdad.
A mi.
A la semana, un día antes de que el plazo terminase, le daba al último botón que me separaba de cuatro años de descubrimiento personal. De cuatro años donde sumergirme en el océano de mis propios fantasmas y aprender más de mí mismo que nunca.
Que bueno fue aquello de, por primera vez, saltar al vacío.
Y aunque cuatro años después sigo sin saber qué hacer con mi vida, al menos tengo la sensación de disfrutar más del camino. Es un poco como dice Zaz, «si me pierdo es que ya me he encontrado y sé que debo continuar».
Las aventuras son así. Una tarde cualquiera, en un ciudad cualquiera, te paras a pensar y, de repente, decides cambiar tu vida.