La caída de la Casa Aesir

Parecía querer lanzar fuego por la boca mientras sus patas surcaban la llanura cortando el aire a su paso. 

Montado en él, luchando por no mirar atrás, Var, último heredero de su linaje, se agarraba fuerte a las riendas que le alejaban de una muerte segura.

De poco importaban ya su sueños de grandeza. Aquellos bocetos dibujados en la arena sobre los que imaginó en su día construir un mundo mejor hoy no eran más que borrones. Todo había terminado. 

Con su más que segura muerte, la Casa de los Aesir acabaría por desaparecer, y serían los doce Senescales los encargados de regir el Imperio.

Mientras su caballo ponía todo su empeño en alejarlo de su destino, Var pensaba con nostalgia en todo lo que esa huida dejaba atrás. La codicia humana, que todo lo corrompía, había llenado las cabezas de sus fieles consejeros y había traído con ella la destrucción del legado de generaciones de hombres.

El silbido de una flecha lo despertó del trance cuando esta pasó cerca de su mejilla. Ya habían llegado. La Guardia Idun, aquellos que en otro tiempo le habían jurado proteger con sus propias vidas, se lanzaban como depredadores a la caza de su última presa. 

El segundo arquero ya no falló. 

La flecha surcó el cielo azul de aquella mañana despejada de verano, y se clavó en el cuello del último emperador de Teselia.

Y allí, cuando sus fuerzas comenzaron a abandonarle, cuando el cielo  comenzó a oscurecerse y los problemas del mundo dejaron ya de tener sentido, Var posó sus ojos en el horizonte una última vez y se despidió de ella para siempre. 

 

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