La caída de la Casa Aesir

Parecía querer lanzar fuego por la boca mientras sus patas surcaban la llanura cortando el aire a su paso. 

Montado en él, luchando por no mirar atrás, Var, último heredero de su linaje, se agarraba fuerte a las riendas que le alejaban de una muerte segura.

De poco importaban ya su sueños de grandeza. Aquellos bocetos dibujados en la arena sobre los que imaginó en su día construir un mundo mejor hoy no eran más que borrones. Todo había terminado. 

Con su más que segura muerte, la Casa de los Aesir acabaría por desaparecer, y serían los doce Senescales los encargados de regir el Imperio.

Mientras su caballo ponía todo su empeño en alejarlo de su destino, Var pensaba con nostalgia en todo lo que esa huida dejaba atrás. La codicia humana, que todo lo corrompía, había llenado las cabezas de sus fieles consejeros y había traído con ella la destrucción del legado de generaciones de hombres.

El silbido de una flecha lo despertó del trance cuando esta pasó cerca de su mejilla. Ya habían llegado. La Guardia Idun, aquellos que en otro tiempo le habían jurado proteger con sus propias vidas, se lanzaban como depredadores a la caza de su última presa. 

El segundo arquero ya no falló. 

La flecha surcó el cielo azul de aquella mañana despejada de verano, y se clavó en el cuello del último emperador de Teselia.

Y allí, cuando sus fuerzas comenzaron a abandonarle, cuando el cielo  comenzó a oscurecerse y los problemas del mundo dejaron ya de tener sentido, Var posó sus ojos en el horizonte una última vez y se despidió de ella para siempre. 

 

Océanos de historias

Querida Ilsa,

Te escribo estas líneas sin saber muy bien si llegará el día en que las leas. Si allá en esa vida de la que tantas veces hablamos, tendrás tiempo que dedicar a las palabras de este viejo amigo.

Se hace de noche en esta calurosa tarde de verano y siento que podría estar hablándote hace tres años o dentro de dos. Todo parece igual. Inamovible. Como si las historias que me rodean se hubieran tallado en la piedra de alguna de aquellas ciudades perdidas sobre las que nos gustaba leer. El musgo lo cubre todo, testigo inerte del paso del tiempo, transmitiendo la sensación de calma de una vida que se vive despacio.

Ando tan cansado ya, Ilsa. Tan agotado de una búsqueda que me empeño en negar. Todo son al final sombras que proyecto en un cielo cada vez más oscuro. Princesas que no protagonizan el cuento que muchas noches me quise contar entre sueños.

La última de estas sombras apenas estuvo presente unos instantes, fue tan fugaz… Pero volví a caer en la condena que me arrastra a dibujar futuros inexistentes con personas sin rostro. Volví a querer escribir en mi mente una historia que solo el tiempo tiene derecho a escribir.

Y tropecé de nuevo en la misma piedra.  Me sentí pequeño, insignificante. Me ahogué en un mar de fantasmas del pasado. De dudas acerca de quién era y qué tenía que ofrecerle a esa mujer sin rostro.

Pero no todo son malas noticias, querida Ilsa. Acuérdate de lo que te repetía aquellas tardes de verano: donde hay lugar para el ocaso, siempre habrá un momento para el amanecer.

Pienso en todo el camino recorrido, en cuando nos caímos y supimos levantarnos, y, después de mucho, me he dado cuenta de que la clave está en entender que el destino, que nuestro destino, está por encima incluso de nosotros mismos.

Y estoy convencido de que llegará el día en el que, de verdad, deje de buscar destinos, deje de querer escribir finales, deje de querer dibujar sonrisas y, sencillamente, viva.

Espero que la vida siga haciéndote sonreír como cuando nos creíamos dueños del mundo.

R.