Frágiles

Hoy caminaba medio absorto en el supermercado. Andaba pensando en mis historias, en las recientes y en las pasadas, mientras arrastraba sin ganas un carro a medio llenar.
De pronto apareció de la nada la Señora Jimena. Una de esas mujeres mayores que huelen a pan recién hecho, que son todo energía y vitalidad. El encuentro, que no fue más allá de las frases educadas de rigor, las sonrisas y algún «que guapo te veo», me hizo pensar, de repente, en lo que uno necesita, en los momentos difíciles, una palabra cariñosa, un gesto amable.

Son como un bálsamo para las heridas más profundas. Esas heridas que cicatrizan solo con el lento pasar del tiempo. Tal vez, divagué, más por acostumbrarnos a su presencia, a su dolor, que porque realmente sanen.

Reflexioné sobre la fragilidad de las cosas. De nosotros. De cómo nos tambaleamos en el fracaso, en las dudas, en el miedo. Nuestras vidas son pequeñas obras maestras de cristal: tan maravillosas como quebradizas, y un mínimo paso en falso puede originar la grieta que termine por rompernos. Pero en esa extrema fragilidad uno puede ver también resistencia. Puede ver capacidad de cambio, fuerza, ímpetu por vivir. Tal vez no seamos tan débiles. Quizá nos rompamos con la intención de reconstruirnos.

Reanudé mi marcha. Ahí estaba, entre la amalgama de colores de verduras y frutas, debatiendo en mi interior grandes dilemas filosóficos y existenciales. Las cosas quizá fueran más simples, pensé. Igual las grandes elecciones en la vida, al final, se reducían a decidir qué cenar esa misma noche.

Me puse en la cola. Y como una marioneta sin rostro entre muchas, dejé que la inercia de la rutina me arrastrase una vez más a su anestesiante vaivén diario.

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