Frágiles

Hoy caminaba medio absorto en el supermercado. Andaba pensando en mis historias, en las recientes y en las pasadas, mientras arrastraba sin ganas un carro a medio llenar.
De pronto apareció de la nada la Señora Jimena. Una de esas mujeres mayores que huelen a pan recién hecho, que son todo energía y vitalidad. El encuentro, que no fue más allá de las frases educadas de rigor, las sonrisas y algún «que guapo te veo», me hizo pensar, de repente, en lo que uno necesita, en los momentos difíciles, una palabra cariñosa, un gesto amable.

Son como un bálsamo para las heridas más profundas. Esas heridas que cicatrizan solo con el lento pasar del tiempo. Tal vez, divagué, más por acostumbrarnos a su presencia, a su dolor, que porque realmente sanen.

Reflexioné sobre la fragilidad de las cosas. De nosotros. De cómo nos tambaleamos en el fracaso, en las dudas, en el miedo. Nuestras vidas son pequeñas obras maestras de cristal: tan maravillosas como quebradizas, y un mínimo paso en falso puede originar la grieta que termine por rompernos. Pero en esa extrema fragilidad uno puede ver también resistencia. Puede ver capacidad de cambio, fuerza, ímpetu por vivir. Tal vez no seamos tan débiles. Quizá nos rompamos con la intención de reconstruirnos.

Reanudé mi marcha. Ahí estaba, entre la amalgama de colores de verduras y frutas, debatiendo en mi interior grandes dilemas filosóficos y existenciales. Las cosas quizá fueran más simples, pensé. Igual las grandes elecciones en la vida, al final, se reducían a decidir qué cenar esa misma noche.

Me puse en la cola. Y como una marioneta sin rostro entre muchas, dejé que la inercia de la rutina me arrastrase una vez más a su anestesiante vaivén diario.

Cuentos

Deja reposar por un rato tu cabeza en mi hombro.
Olvídate de todo.

De los futuros, de los pasados.
Olvida la vida, olvida su carga.

Respira y cierra los ojos. Y déjame que te cuente un cuento.

Te hablaré de prados interminables donde correr hasta que nos falte el aire. Donde caer enredados entre abrazos que sepan a conquista. Te contaré cómo aquel caballero, un buen día, se armó de valor e hizo añicos a los fantasmas de su pasado. En el mar de dudas donde una y otra vez naufragaban sus sueños, en la oscuridad de la noche, las estrellas le guiaron de vuelta a casa. Y en cada paso hacia adelante respiró el aire fresco de la libertad, construyendo con sus propias manos el futuro que dibujó en sus noches tristes.

Te cantaré canciones antiguas que hablan de amaneceres olvidados, de soles de otro tiempo, de lunas de otras vidas. Compondré poemas que describan el sonido de la lluvia una tarde de invierno. Protegiendo tu pecho con mis brazos. Defendiendo tu corazón con mi vida.

Lo haré mientras mis temerosos dedos se pierden en cada espacio de tu piel. Mientras mis labios te buscan, intentando arrancarte los besos que consideran suyos por derecho propio.
Para así, terminar mi cuento hablándote del presente. Del aquí. Del nosotros.

Y de cómo mi alma dejó un buen día de buscar viajes a ninguna parte, para permitirse el privilegio de perderse en tu mirada.

Caminamos solos

Testigos inertes de un juego de sombras y luces, de noches y días, de idas y venidas.
Ellas, figuras esbeltas, inmóviles, parecen observar desde las alturas el lento paso del tiempo.

¿Cuántas historias habrán caminado a su abrigo? Iluminadas de noche, mudas de día. Y como las gotas de agua al caer sobre la inmensidad del mar, todos esos instantes llegando sólo para desaparecer.

Historias corrientes, historias que hablan de vida, de las alegrías y las penas más mundanas. Lejos de la épica de las novelas de héroes inmortales. Historias sencillas, que nos habrían convencido de que todos vivimos los mismos fracasos, que soñamos los mismos sueños.

A veces me pregunto si eso es lo que necesitamos, en verdad. Si lo que nos hace falta, de una vez por todas, es darnos de bruces con la realidad de no ser importantes. De que el único lector de nuestra novela somos nosotros mismos. Que la vida no gira, ni se mueve, ni nos debe, nada, a nosotros.

Entonces me da por pensar en ellas, altivas, mirándonos por encima de nuestras cabezas, sonriéndose de su privilegiada posición, jactándose de nuestra incomprensible rareza. Pensando para ellas acerca de esos problemas imposibles de resolver que pasean una y otra vez, yendo y viniendo, noche tras noche, mañana tras mañana, para acabar, como acaban los ríos, desembocando en el océano de la irrelevancia.

Pero nunca lo entenderemos. Inmersos en nuestra pequeña gota de agua, llenamos el espacio de nosotros mismos, cegándonos, incapaces de ver que a nuestro lado caminan los mismos ojos tristes, las mismas lágrimas, los mismos pasos torpes.

Y nos sentimos solos, rodeados de miles de personas como nosotros.

Caídas

Dulces caídas.

Caídas con el amargo sabor que traen las historias que se truncan a medio contar.

Caídas que suenan a melodías tristes en un piano que ya dejó de sonar.

Tropiezos en este caminar hacia todas partes, que nos hacen sentarnos al borde del camino. Y en esas, pensar hacia atrás, queriendo recordar los por qués y los cómos, queriendo encontrar respuestas a preguntas que no tuvimos el valor de hacernos a tiempo.

La vida pasa y nosotros, con ella, vivimos. Escribimos palabras que solo tienen significado cuando las susurramos en los oídos adecuados.

Cada cima conquistada, cada barrera superada. En cada uno de los instantes que fuimos capaces de parar al dios del tiempo. Ahí residen nuestros triunfos. Nuestros sueños.

Esas dulces caídas son la prueba de que algún día llegamos a lo más alto. Y de que algún día, quién sabe, quizá podamos volver a conquistar, a golpe de espada, el castillo que encierra nuestro destino.

Si en su tristeza hoy nadamos, en su recuerdo, mañana, tal vez, nos abriguemos del frío que trae consigo la realidad.

Pero hoy toca levantarse, sacudirse el polvo del camino, y volver a caminar.