Caían las primeras lluvias anunciando el cambio de estación.
En aquella tarde calurosa en la que el verano quería estirar sus días, negándose a dejarle paso al frío, ella miraba al lejano horizonte que se extendía ante ellos.
Él, mientras, se mecía plácidamente mientras pasaba con lentitud las páginas amarillentas de un libro plagado de olor a recuerdos.
Habían pasado ya demasiados años. Años colmados de historias que se habían instalado en su memoria.
La vida había continuado el viaje. Un viaje eterno hacia ninguna parte. Y ellos, meros espectadores de una historia ajena, disfrutaban ahora del ocaso de sus días.
En el reflejo de sus miradas, miradas nostálgicas, miradas que volaban entre pasados coloreados por el paso del tiempo, uno podía saborear la tristeza en su esencia más pura.
Las delicadas páginas de ese libro le susurraban palabras tiernas, palabras que calmaban la herida abierta que tienen aquellos a los que el paso del tiempo los aleja de todo lo que un día les hizo felices.
Las finas gotas de la lluvia veraniega acariciaban su delicada piel mientras su mirada se perdía en los confines de la tierra y su mente vagaba entre los legajos que su memoria era capaz de mantener intactos.
Perdidos ambos en la vasta inmensidad de una vida carente de guía, al borde del abismo que es la desesperanza por el incierto futuro, tuvieron un instante de lucidez, y, al unísono, se miraron como recordándose por primera vez.
Y sonrieron, respondiendo a una pregunta que nadie había hecho.
Sí, cada segundo, mereció la pena.