Fantasmas en la noche

Caminaba aquella tarde entre los abedules del mismo bosque donde, años atrás, sus padres habían inmortalizado los momentos previos a su nacimiento. La luz del sol jugueteaba con las hojas, llenando de miles de estrellas de luz el frondoso suelo.

En aquel paraje de cuento, el tiempo parecía no existir. Así, pasado, presente y futuro se unían en una comunión infinita, en un único punto donde el mundo hacía mucho había dejado de importar.

Sus pensamientos volaban entre los recuerdos del amargo pasado y las incertidumbres del dudoso futuro, sin percatarse de si era el ayer o el mañana quien le susurraba las historias.

Ensimismado en reflexiones sin destino claro, sus pasos le llevaron hasta una pequeña cima, alejada de toda vida, desde la que pudo disfrutar de la vista de los eternos campos de trigo bailando al son del viento.

Una sinfonía de colores, olores y memorias. Una dulce canción de cuna con el sabor agridulce que traen consigo los momentos felices que ya se fueron.

Y justo después, el silencio.

El silencio que no cuenta nada, porque nada tiene que decir. El silencio que gritan las personas cuando las lágrimas les arrancan las palabras. El silencio con el que los fantasmas se disfrazan en la noche de ilusiones prestas a marchitarse.

Con los últimos rayos de sol, se dispuso a volver.

En el ocaso de aquella vida que ya no era suya. En la caída de la noche más oscura, donde ni las estrellas más brillantes alivian la profunda sinrazón de la tristeza. En el final de un día que a penas tuvo tiempo de iluminar las miradas de los girasoles.

Allí, entre los abedules que la traían memorias de otros tiempos, cerró los ojos por un instante y abrió por primera vez su corazón.

Lluvias en agosto

Caían las primeras lluvias anunciando el cambio de estación.

En aquella tarde calurosa en la que el verano quería estirar sus días, negándose a dejarle paso al frío, ella miraba al lejano horizonte que se extendía ante ellos.

Él, mientras, se mecía plácidamente mientras pasaba con lentitud las páginas amarillentas de un libro plagado de olor a recuerdos.

Habían pasado ya demasiados años. Años colmados de historias que se habían instalado en su memoria.

La vida había continuado el viaje. Un viaje eterno hacia ninguna parte. Y ellos, meros espectadores de una historia ajena, disfrutaban ahora del ocaso de sus días.

En el reflejo de sus miradas, miradas nostálgicas, miradas que volaban entre pasados coloreados por el paso del tiempo, uno podía saborear la tristeza en su esencia más pura.

Las delicadas páginas de ese libro le susurraban palabras tiernas, palabras que calmaban la herida abierta que tienen aquellos a los que el paso del tiempo los aleja de todo lo que un día les hizo felices.

Las finas gotas de la lluvia veraniega acariciaban su delicada piel mientras su mirada se perdía en los confines de la tierra y su mente vagaba entre los legajos que su memoria era capaz de mantener intactos.

Perdidos ambos en la vasta inmensidad de una vida carente de guía, al borde del abismo que es la desesperanza por el incierto futuro, tuvieron un instante de lucidez, y, al unísono, se miraron como recordándose por primera vez.

Y sonrieron, respondiendo a una pregunta que nadie había hecho.

Sí, cada segundo, mereció la pena.