Siempre que terminaba una historia, seguía el mismo ritual. Acariciaba la hoja de papel, como queriendo rendir el máximo respeto a las palabras allí escritas. Sorbía un poco más de café y dejaba que un pensamiento, siempre el mismo, le embargara: en el aire de aquella pequeña habitación, flotaban todas las palabras sin escribir, todas las historias sin contar.
Al cerrar el último de los capítulos de ese relato, sentía las miradas de aquellas personas imaginarias o imaginadas que ya nunca tendrían su rincón en la realidad. Miradas tristes, lejanas, algunas incluso inquisidoras. Miradas que le reprochaban el olvido, tal vez la falta de valor para concederles el don de la vida eterna.
En las hebras de un destino maldito, bailaban con pies descalzos las almas de aquellos que nunca serían. Condenados por decisiones, por casualidades, por instantes que no sucedieron.
Y, de repente, el pensamiento se diluía, desapareciendo tan silenciosamente como había llegado. Dejándole con el sabor amargo que dejan las despedidas para siempre.
Él se abrazaba a la esperanza del amanecer del nuevo día. De una nueva historia que contar. Y, poco antes de despuntar los primeros rayos del sol, soñaba despierto a construir un futuro lleno de nuevas miradas que descubrir.