El largo adios

Siempre que terminaba una historia, seguía el mismo ritual. Acariciaba la hoja de papel, como queriendo rendir el máximo respeto a las palabras allí escritas. Sorbía un poco más de café y dejaba que un pensamiento, siempre el mismo, le embargara: en el aire de aquella pequeña habitación, flotaban todas las palabras sin escribir, todas las historias sin contar.

Al cerrar el último de los capítulos de ese relato, sentía las miradas de aquellas personas imaginarias o imaginadas que ya nunca tendrían su rincón en la realidad. Miradas tristes, lejanas, algunas incluso inquisidoras. Miradas que le reprochaban el olvido, tal vez la falta de valor para concederles el don de la vida eterna.

En las hebras de un destino maldito, bailaban con pies descalzos las almas de aquellos que nunca serían. Condenados por decisiones, por casualidades, por instantes que no sucedieron.

Y, de repente, el pensamiento se diluía, desapareciendo tan silenciosamente como había llegado. Dejándole con el sabor amargo que dejan las despedidas para siempre.

Él se abrazaba a la esperanza del amanecer del nuevo día. De una nueva historia que contar. Y, poco antes de despuntar los primeros rayos del sol, soñaba despierto a construir un futuro lleno de nuevas miradas que descubrir.

El fin de la eternidad

Las olas rompían contra las rocas en un concierto de sonidos y reflejos. La ira de un mar hambriento lanzaba sus gritos contra la costa.

Sus pies sorteaban el agua como queriendo evitar lo inevitable. Mientras, a lo lejos, el sol luchaba por permanecer unos instantes más sobre el manto de azules infinitos.

Frente aquel inmenso paisaje, en el epílogo de una historia de luces y sombras, quiso caminar unos pasos más, tal vez para saborear por última vez el salitre de aquella playa que una vez sintió como suya.

Y, entre los remolinos, alcanzó a ver los destellos de un pasado lleno de figuras que quisieron ser pero no fueron.

Tal vez por cobardía.

Tal vez porque así debía ser.

Tal vez, porque toda eternidad ha de tener un final.

Miradas olvidadas

Caía la noche en esa ciudad que parecía no dormir nunca, cuando me encontré en medio de un río de personas. Todas ellas con la misma expresión inerte en el rostro. Todas ellas con una mirada desprovista de alma.

Pareciera como si sus vidas, guiadas por hilos invisibles desde un cielo desconocido, carecieran del más mínimo valor.

Deambulaban entre angostos pasillos, entrando y saliendo de vientres de gusanos infinitos que los movían de lugar, aunque ellos permanecieran anclados en una tristeza perpetua.

En sus caras observé, aterrado, la expresión de una existencia anodina. Carente de ilusión. Alejada de las emociones más básicas. Vacía.

Su sueños hacía ya tiempo que se habían marchitado dejando lugar a un mar de preocupaciones sin fin, donde navegaban con la calma cansada del barco que no sabe ya a dónde se dirige.

Por un momento quise gritarles, quise recordarles cuando, de niños, construyeron castillos en un cielo infinito. Quise contarles de lugares a los que llegar, de fantasías que vivir.

Pero, de repente, el reflejo del cristal me devolvió una expresión tan vacía como las demás, una mirada olvidada más.

La caída de los gigantes

Los sonidos de una naturaleza en calma se colaban por los rincones de aquella casa olvidada. La quietud reinaba allá donde uno posase la vista. Sobre los muebles, recuerdos de tiempos mejores permanecían impasibles. Nada había cambiado desde entonces. Como si de una fotografía antigua se tratase, solo el polvo en suspensión parecía querer romper con esa sensación.

Caía ya la noche en el corazón de un hogar marchito. Lejanos quedaban ya los gritos de alegría que llenaban cada estancia. Lejanos los atardeceres frente a la pequeña iglesia, esperando a que la noche diera un respiro a la densa calina de aquellos días de verano, entre risas y vasos de vino.

En el otoño de ese linaje, las lágrimas sustituyeron a las hojas de los fuertes robles, cayendo lentamente, hasta convertirse en un manto sobre el que caminar se hizo complicado.

Ya sólo quedaban los ojos angustiados de quien ha visto toda una vida pasar ante si y espera paciente la hora de partir. De quien una vez fue gigante con pies de barro.

En su caída está la caída del hombre moderno, está su éxito y su fracaso. Su destino.

El destino de todos.