Amistad

Son las palabras, muchas veces, las que colorean nuestra realidad.

Hay palabras duras, tristes, crueles, que tiñen de oscuridad nuestros momentos, que realzan la parte amarga de la vida.

Las hay también alegres, llenas de energía, luminosas, capaces de abrir de par en par las ventanas de nuestro interior e inundarnos de la esencia que nos hace humanos.

Existe, no obstante, una palabra que es la mezcla de muchas. Que trae consigo sabores a instantes tristes, intensos, bañados por las lágrimas. Pero que, al mismo tiempo, es capaz de despertar de nuestro interior la ternura más absoluta, la belleza más sincera, la que viene sin aditivos. Nos acerca la esperanza por un futuro mejor.

Si las palabras tienen rostro, Amistad eres tú.

Con cada gesto de cariño desde los inicios. Aquellos en los que, tímidamente, aprendí a sentir. Con cada momento de duda para los que tuviste una respuesta a tiempo. Con cada riña, con cada discurso interminable, con cada reflexión concienzuda acerca de la vida.

Mucho tiempo después, entendí verdaderamente su significado. Más allá de los hombros dispuestos a aceptar lágrimas, tras las manos que siempre estarán para levantarnos de suelo. Atravesando los instantes en los que dos almas deciden contárselo todo, existe un pequeño lugar escondido, donde el tiempo deja de tener sentido, donde pasado, presente y futuro conviven. Allí, en ese lejano paraje, no existen las palabras porque una mirada basta para comprenderse. Las emociones no se explican, se sienten. El destino se torna simple, obvio.

Y cuando uno, tras una vida de saltos y caídas, de sonrisas al viento y lágrimas escondidas, regresa un buen día a ese lugar intemporal, se siente como aquellos labradores de antaño, que tras una dura jornada de trabajo, volvían al abrigo de su hogar.

La calidez del sol de media mañana, la calma de una tarde frente al mar, el cariño de un abrazo eterno.

Sentirse, de nuevo, en casa.

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