En el mismo instante en el que el agua acariciaba mis pies, haciéndolos hundirse brevemente en las arenas de una playa cualquiera, te recordé sin conocerte.
La suave brisa de una mañana de junio jugaba a aparecer de vez en cuando, junto con los rayos de un sol imponente. Rayos que dibujaban formas imposibles en nubes de miles de colores.
Te recordé en las sonrisas que me habrías de conceder, casi por derecho divino. En los besos que perderían mi mente en laberintos donde todos los caminos condujesen a ti.
Sentí el olor del mar. Del inmenso mar, poderoso y solitario, que tantas veces había sido mi único compañero. Paciente al escuchar mis sueños, comprensivo cuando le relaté mis fracasos.
Ahora el mar hablaba de ti, de los momentos que estaban por venir. Los viajes, las aventuras, los abrazos bajo cielos de otro tiempo. Me susurraba palabras que desconocía, emociones que no comprendía, mientras me tranquilizaba diciéndome que llegaría el día en que todo tendría sentido.
Y ese día llegó.
Y aquí estoy, de nuevo frente a ese mar inconmensurable, sumergido en un océano de emociones, navegando sobre las olas de sentimientos que ya, ahora sí, he podido comprender.
Y aquí sigo, sentado en silencio, pensándote a gritos.