La felicidad de los valientes

Durante un instante eterno, rodeados en aquella bóveda de pilares intemporales, testigos mudos del pasar de las eras del hombre, mi tiempo se paró.

En ese momento todo cobró un sentido tremendamente simple: los pasos hacia atrás, los fracasos, los tropiezos. El volver a levantarse a pesar de todo. La esperanza. La soledad.

Durante esos segundos me perdí por siempre en las profundidades de tus ojos para navegar entre barcos hacia mil destinos distintos. La vida por fin se mostraba en su expresión más sencilla: el viaje, la aventura, lo que estaba por venir, era nuestro destino.

Quise girarme y gritarle al mundo que por fin lo había comprendido, que siempre había estado ahí, frente a mi, en el brillo que ahora reflejaba mi mirada.

Y sentí miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo a perderte por siempre y no volver a encontrarte en los siglos por venir. Miedo a que todo fuera un espejismo más en aquel desierto de ilusiones vacías.

Quise decírtelo, susurrarte al oído mis miedos para que me reconfortases. Pero de mi boca no salieron palabras. Para aquel entonces mis labios ya eran tuyos, y en la comunión de todos los tiempos, cerrando ese ciclo que jamás tuvo principio y del que desconoceremos por siempre su final, me dijiste sin decir, que fuera valiente, que el riesgo merecía la pena y que, al final, sólo aquellos que tienen el valor de enfrentarse a su destino, alcanzan la verdadera felicidad.