Un buen día decidí soñar despierto.
Me sumergí en las profundidades de mis deseos y conocí a mil princesas.
Recuerdo a la primera, con su sonrisa inocente. Con su mirada extraviada, buscando en los ojos de los demás unos que le tranquilizasen con susurros de tiempos por venir. A ella la terminé llamando sinceridad porque quiso ser transparente y abrió su corazón sin pedir nada a cambio.
Seguí caminando entre mis sueños y me topé con la segunda. Seria, siempre preocupada, siempre pensando en el día de mañana. Quise cortarle las correas que le impedían echar a volar pero se negó. La llamé responsabilidad y paseamos de la mano durante unos instantes que me hicieron crecer como nunca.
La tercera fue belleza. Parecía venir de un mundo distinto al mío. Cada centímetro de su piel irradiaba de tal forma que terminó cegándome. Era una princesa que quería ser reina sin comprender la terrible maldición que había caído sobre ella cuando los dioses decidieron hacerla tan bella. Nunca encontraría alguien que la amase por lo que su pecho encerraba, condenada así a caminar de puntillas por la superficie del lago de la felicidad.
Viene a mi memoria la cuarta, confianza. Nunca me sentí tan a gusto como cuando me dejó descansar en su regazo. Me contó historias al oído de reinos ya olvidados, de ideales que crecieron en los corazones de los hombres y que jamás se marchitarían. Me dejó ver la verdad de la vida por unos instantes mientras me cogía la mano y me sonreía, diciéndome con la mirada que todo iría bien.
Tiempo más tarde conocí a la más arrebatadora de todas. Fue ella la que me dijo su nombre y me derritió por dentro. Pasión me pidió que la llamara y en cada sílaba que sus labios pronunciaron quise poseerla y que fuera sólo para mi. Acarició mi alma con sus manos e hizo que mi cuerpo vagara por el paraíso, aliviándome de la pesada carga de la vida y sus responsabilidades, mientras la veía bailar una danza milenaria en la que terminamos siendo uno.
También recuerdo a la última de estas mil princesas. Relajada sobre la arena de una playa que se abría a un océano sin límites, me pidió que me sentara a su lado a compartir la vista. Y el tiempo pasó. Horas, días, años. Ella no dejaba de contarme maravillas y yo no dejaba de aprender. Y cuanto más aprendía más la amaba. Al despedirnos le pedí que me dijera al menos como se llamaba: «Llámame inteligencia».
Al tiempo volví a abrir los ojos incapaz de saber si había pasado una eternidad o un leve suspiro. Tal vez sucedieron ambas cosas y fue en medio de mis sueños, en un instante infinito, donde encontré las respuestas a mis preguntas, donde comprendí que no eran mil sino una, la princesa de mi cuento de hadas.